Resumen de la Ponencia:
La violencia estructural es un concepto que ha tenido auge y se le ha puesto atención, pero aún constituye un fenómeno cada vez más presente en la situación estatal actual, por lo que se busca analizar dicho problema en su relación y claro efecto sobre la seguridad humana y la paz como categorías de la democracia en un Estado constitucional. Para lo cual se llevó a cabo análisis teórico y documental basado en los parámetros de violencia y paz que han sido diseñados como resultado de investigación científica contemporánea y su contrastación con la incidencia de ese fenómeno en el Estado mexicano. Se concluye con la propuesta de indagar más sobre la democracia estructural como una alternativa para la solución de los problemas de seguridad y paz en el México contemporáneo.
Introducción:
La violencia directa no es la única manera en la que se puede agraviar a la seguridad humana en detrimento de la paz necesaria y deseable en un Estado que se jacte de ser democrático, sino que también existe otro fenómeno mucho más complejo que afecta tal vez de manera más directa pero casi imperceptible a la mirada del ciudadano promedio o que incluso escapa del escrutinio del bien intencionado operador político o, lo que es peor, del medianamente experimentado académico o investigador social, me refiero a la violencia estructural, cuyo mejor estudio lo tenemos por cortesía de Galtung (2017), quien también reflexiona de manera interesante sobre otros tipos de violencia como la cultural y desde luego la directa.
Generalmente se ha considerado que la violencia directa es la manifestación más concreta de la inseguridad, sin embargo, no solamente ese tipo de violencia es la que provoca tales afectaciones las cuales no son solamente contra la seguridad, ya que la violencia estructural es quizá la causante más severa no solo de la inseguridad, sino de la inseguridad humana con una repercusión preocupante en la consecución de la paz estatal. Todo ello en un ambiente democrático como se prevé que debe ser el mexicano. Y es que la democracia no solamente debe considerarse como un régimen político o una estructura jurídica, sino que también debe ser preciada como una forma de vida, lo cual implica, desde luego, que haya paz y seguridad, lo que en última instancia se podría lograr solamente atacando al fenómeno de la violencia estructural.
Es por lo que en esta ponencia planteamos el problema relacionado con la posible solución a lo anterior, es decir, ¿de qué manera se podría incrementar la seguridad humana (y de paso a otros tipos de seguridad) beneficiando también a la democracia estatal en México, sin hacer a un lado el importante objetivo que se tiene de mantener la paz? Quizá la respuesta más directa sea erradicando la violencia estructural o, al menos, disminuyéndola, pero el problema no solamente se queda ahí, ya que aseverar solamente eso sería incurrir en un lugar común, por lo que hipotéticamente se podría considerar que la solución a lo anterior (o al menos una manera de abonar a dicha solución) sería considerando de una manera más puntual y aplicable a las políticas públicas relativas con la paz estructural, para cual resulta necesario analizar, diseñar e implementar categorías y acciones concretas de lo que se podría denominar como una democracia estructural.
Desarrollo:
II. Violencia estructural: un problema sistémico
En un medio estatal como el mexicano, en el que resulta apremiante el fenómeno de la inseguridad a causa de una violencia galopante, el abordaje a dicho problema no debe realizarse (menos aún la solución) sin considerar el panorama general, sin atender a que en realidad estamos ante una disrupción sistémica en la que instrumentar acciones desde un solo ángulo no es una solución óptima. Sobre todo, si consideramos que la violencia directa no es la única existente, ya que coexiste con otras dos variaciones relevantes: la violencia estructural y la violencia cultural, de mucha importancia las tres sobre todo si queremos tener una visión de sistema y no restringida, máxime si consideramos la interrelación que puede haber entre tales tipos de violencia: “…hace referencia a las legitimaciones de las otras dos formas de violencia y a las represiones culturales. Entre estos tipos de violencia se pueden establecer interrelaciones, aunque también es posible encontrarlas de forma aislada…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 71). De acuerdo con lo mencionado por este autor, incluso hay un elemento de legitimidad que se da entre cada una de esas formas de violencia, sobre todo desde la llamada violencia cultural hacia las otras dos, y no pasa desapercibido que también expresa las interrelaciones que pueden existir entre cada una de ellas, con independencia de que mayormente se reflexiona sobre esos tipos de violencia (y sobre todo respecto de la directa) como fenómenos aislados.
Ahora bien, de acuerdo con la doctrina, el término violencia estructural se aplica cuando hay un daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas, como son la supervivencia, el bienestar, la identidad o la libertad, y esto se da como resultado de procesos en los que se produce una estratificación social, lo anterior significa que las formas de violencia directa no están involucradas o no son necesarias para que se actualice la violencia estructural (La Parra & Tortosa, 2003). En consecuencia, para la comprensión de estos tipos de violencia es inevitable reflexionarlas como un todo que afecta directamente a algunos aspectos torales para la vida de las personas, de tal manera que, en una tipología de la violencia directa y estructural se deben tener en cuenta las cuatro clases de necesidades básicas: 1. Supervivencia (cuya negación es la muerte); 2. Bienestar (cuya negación es el sufrimiento); 3. Reconocimiento e identidad (cuya negación es la alienación); y 4. Libertad (cuya negación es la represión), y esa tipología da pie a considerar todo un complejo sistema que abarca muchos otros aspectos de la vida social y estatal relacionados con la violencia, en los que no se pueden omitir otros conceptos como los de exterminio, holocausto, genocidio, mutilación, acoso, miseria, des-socialización, represión, detención, expulsión, explotación, adoctrinamiento, ostracismo, alienación, desintegración, etc., incluso pudiendo agregar otra necesidad básica: el equilibrio ecológico, como una condición indispensable para la existencia del ser humano y cuya negación sería el ecocidio; con la suma de esas cinco categorías se puede determinar la existencia o no de paz (Galtung, 2017).
Se trata de una forma de violencia que por no ser directa se le ha llamado “estructural”, ya que es un fenómeno no visible (o poco visible) y por eso se le ha distinguido de la violencia directa o física en donde sí hay un agente que actúa en contra de la integridad de otra u otras personas afectándolas a tal grado que les causa un daño físico o en sus bienes. También están involucrados otros conceptos que tienen relación con las necesidades humanas, como el de justicia social, igualdad (o desigualdad), equidad (o inequidad), riqueza (o pobreza), inclusión social (o exclusión social), etc. y por eso se considera asimismo que las instituciones del aparato estatal están involucradas en dicho fenómeno, con lo que incluso se le podría denominar “violencia institucional”. La violencia estructural también tiene relación con el concepto de poder y su ejercicio, ya que ahí pueden estar ocurriendo procesos en los que el resultado es la privación o la negación de la satisfacción de las necesidades humanas básicas:
“…la injusticia social, la pobreza o la desigualdad, no son fruto únicamente de dinámicas producidas por las relaciones de tipo económico, sino que también pueden ser explicadas a partir de la opresión política utilizando mecanismos tan dispares como la discriminación institucional, legislación excluyente de ciertos colectivos o la política fiscal y de gasto público regresiva…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 62).
Es decir, existen mecanismos aparentemente dispares o separados que al operar en la realidad política, social y económica tiene su efecto en conjunto sobre esos aspectos que en realidad niegan las cualidades a satisfacer de las necesidades básicas, de tal manera que se conforma todo un sistema en ambos bandos: en aquel en el que coexisten aspectos deseables para satisfacer y otro en el que coexisten los indeseables, todos ellos involucrados en un gran panorama de conjunto. Así, el concepto de sistema se hace presente incluso cuando se trata de definir o de explicar algún otro tipo de violencia:
“El término violencia estructural contiene una carga valorativa y explicativa determinante: la derivación se define como el resultado de un conflicto entre dos o más partes en el que el reparto, acceso o posibilidad de uso de los recursos es resuelto sistemáticamente a favor de alguna de las partes y en perjuicio de las demás…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 63).
Aunado a lo anterior, esa característica sistémica se nutre y se robustece con el inevitable efecto que tienen los diferentes tipos de violencia en los diversos ámbitos o niveles de interacción social, de tal manera que pueden ir desde un ámbito de pequeños grupos sociales hasta uno de categoría mundial, sobre todo tratándose de la violencia estructural, donde se pueden encontrar sus manifestaciones en distintos niveles de interacción social:
“Desde el nivel intergrupal hasta el del sistema mundial. La mayoría de los conflictos registrados en las relaciones entre hombres y mujeres, grupos étnicos, clases sociales, países o cualquier otro tipo de actor social o agrupación de éstos, se caracterizan por niveles relativamente bajos de violencia directa, aunque no de desigualdad manifiesta…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 64).
Desde luego que esos distintos niveles de interacción social son analíticos, es decir, son producto de la reflexión y análisis de las categorías que los componen y que los caracterizan, pero toman en cuenta factores que de otra manera no podrían ser visibles al menos para el ojo inexperto en temas de violencia, ya que ordinariamente se esperan (o se buscan) manifestaciones de violencia directa por la claridad y la facilidad con la que se pueden detectar, pero no se pone atención en las causas o en la conformación legal, cultural o política de la sociedad, las cuales también tienen un decidido efecto violento. Las principales víctimas de lo anterior son, por supuesto, los grupos sociales desprotegidos u olvidados (o al menos no atendidos como se requiere por parte del aparato estatal), y como los miembros de esos grupos generalmente carecen del nivel educativo y cultural suficiente como para reclamar sus derechos en condiciones de igualdad, se vuelve un círculo vicioso de violencia estructural. De tal manera que no se trata de actos violentos en concreto, aunque sean ejecutados con mucha frecuencia, sino de mecanismos perversos (o, en el mejor de los casos, deficientes) que producen afectación a la satisfacción de necesidades básicas: “El tipo de relación predominante no es el acto violento concreto (…), sino más bien el uso de distintos mecanismos para que se produzca un reparto, acceso o posibilidad de uso de los recursos desfavorable al grupo en una posición de debilidad…” (La Parra & Tortosa, 2003, pp. 64-65).
Respecto a los grupos en posición de debilidad se pueden mencionar a las mujeres, grupos étnicos, los pobres, e incluso países tercermundistas o empobrecidos, y varios otros grupos que caen en esta categoría, de tal manera que no solamente se trata de un fenómeno aislado, sino sistemático, en el que inciden otros factores o causas que provienen de otras fuentes, de la misma manera que sus consecuencias o sus efectos se pueden dejar sentir en ámbitos sociales, políticos, económicos, etc., insospechados, de tal manera que, incluso, el término “violencia estructural” no agota la multiplicidad de causas y consecuencias en las que se encuentra ubicado el fenómeno en cuestión: “La denominación violencia estructural no es la única posible. Se puede hablar igualmente de violencia sistémica, ocultada, indirecta o institucional…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 60). Y resulta por demás preocupante la posibilidad que el autor expone de que incluso puede haber una violencia institucional, ya que esto sugiere un problema más profundo y preocupante en el que podría estar involucrado un elemento de intencionalidad de parte de los operadores institucionales.
La estructuración social (y también la jurídica, política, económica, etc.) es el punto de partida analítico para poder determinar la existencia de una violencia estructural, ya que sus causas pueden ser muy variadas y también muy complejas.[1] Lo anterior se agudiza cuando se considera la problemática que sufren esos grupos vulnerables y también sin dejar de lado que no se pueden considerar de manera individual o aislada, y que en realidad existen diversas combinaciones que provocan una mayor complejidad, y todo ello forma parte de la llamada estructuración social (La Parra & Tortosa, 2003). Algunos ejemplos de lo anterior nos los da la doctrina:
“Se podrían apuntar otro tipo de procesos para desarrollar este ejemplo: las implicaciones de la protección arancelaria de la Unión Europea, las políticas de los Estados vecinos y las antiguas metrópolis, las acciones y políticas de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional o cualquiera de las dinámicas en las que de forma indirecta o directa está participando en la configuración de las oportunidades vitales de las dos poblaciones comparadas…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 69).
Sigue diciendo el autor (La Parra & Tortosa, 2003) que de esos fenómenos (que ciertamente no son los únicos que se pueden ejemplificar) se desprende que las relaciones de carácter económico, político, cultual, etc., se van dando en su configuración a la más alta escala, es decir, a nivel mundial, pero que permea e influye de manera decidida en las diferentes escalas locales, donde se implementan políticas o mecanismos que aunque son exprofeso, derivan de los lineamientos y pautas generales impuestas a nivel mundial, de tal manera que se convierte en una afectación respecto, por ejemplo, al acceso de los recursos (ejemplo que el autor maneja), pero esto tiene una decidida influencia negativa en la satisfacción de las necesidades humanas básicas. Llama la atención que el autor las denomina “formas involuntarias de privación”, lo cual resulta motivante para una revisión y análisis posteriores.
En el aspecto cultural, se puede incluso llegar al extremo en el que se afirme la existencia no solo de violencia cultural, sino de culturas violentas, y para aclarar la idea de violencia cultural se podría utilizar su negación, de tal manera que el concepto de paz entra en juego, llegando al punto en el que la paz cultural es la respuesta en esa reflexión semántica, y si se encuentran aspectos que refuercen ese tipo de paz en una cultura,[2] entonces se podría hablar de una cultura de paz, esto considerando seis dominios culturales (religión, ideología, lenguaje, arte, ciencias empíricas y ciencias formales) que pueden ser utilizados para legitimar tanto la violencia directa como la estructural (Galtung, 2017).
III. Seguridad humana y paz en riesgo
La seguridad humana es un concepto más amplio respecto del de seguridad o incluso de otros conceptos, ya que está relacionada con los deberes humanos y su cumplimiento, como un aspecto más complejo que el de solamente seguridad, ya que involucra la idea de los deberes humanos: “El primer deber humano es contribuir al logro de la seguridad, en todas sus expresiones, económica, social, humana, democrática, laboral, ciudadana, jurídica, alimentaria, energética, ambiental y otras…” (Contreras, 2007, p. 156). Todo ello, dice el autor, implica concretar el deseo de que la vida sea mejor y más justa, lo cual a su vez es necesario para construir una mejor sociedad.
Sin embargo, la crítica se endereza hacia la debilidad más palpable del concepto, es decir, su precisión. Por ello, en cierto sentido, la doctrina tiene razón cuando dice que el concepto de seguridad humana requiere de precisión, aceptación unánime de académicos y actores políticos, que proporcione un algoritmo de decisión para mejorar los niveles de seguridad humana y que sea capaz de unir esfuerzos de diversos grupos para movilizarlos, pero en caso de que esos cuatro criterios resulten demasiado complejos de exigir, se pueden considerar solamente dos criterios: su potencial para la movilización política y la utilidad teórica que tenga para el análisis de situaciones reales y para la propuesta de estrategias alternativas (Rodríguez Alcázar, 2005).
La seguridad humana y la paz son dos conceptos complementarios que se deben apoyar uno al otro con base en los algunos procesos sociales, ya que con esto se podría abonar para que la paz sea una posibilidad: la creación de una cultura de vida, la generación de una integración social y de un sentido de pertenencia y la construcción de un orden democrático que es posible con una gobernabilidad social en democracia en la que un Estado eficiente, transparente y participativo coexista con una sociedad civil estructurada, activa y vigilante (García Zamora & Márquez Covarrubias, 2013). Los derechos humanos (y su respeto) son otro elemento importante para conseguir la paz en un Estado, sobre todo porque las leyes son el primer instrumento (aunque, desde luego, no el único) con el que se cuenta para poder hacer efectivos los derechos de las personas y, sobre todo, los derechos humanos y los derechos fundamentales. A partir de lo anterior se puede obtener la justicia, como otro de los grandes objetivos de la estructura estatal que debe ser una prioridad sobre todo en un estado donde la democracia dicta los valores de libertad e igualdad, lo que obviamente niega la desigualdad y la no libertad:
“Dentro de cada país existen grupos sociales que se benefician de una dinámica de incremento de la desigualdad con o sin apoyo del aparato institucional del Estado o del poder económico y la caída resultante en las condiciones de vida se traduce en menores esperanzas medias de vida…” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 69).
Como ya se vio, la doctrina ha aceptado seis dominios culturales (religión, ideología, lenguaje, arte, ciencias empíricas y ciencias formales), y cada uno de ellos puede ser utilizado para legitimar la violencia directa o la estructural (Galtung, 2017). En cuanto a la religión, las consecuencias derivadas de una dicotomía (los elegidos por Dios y los elegidos por Satanás, unos destinados a salvarse situándose cerca de Dios en el cielo o paraíso, y los otros condenados a estar con Satán en el infierno) hacen que la miseria y el lujo sean vistos como una especie de preparación o preámbulo a lo que será el cielo y el infierno, y la similitud de esto con las clases sociales resulta impactante para la seguridad humana y para la paz, ya que trae algunas consecuencias, como el ecocidio, el sexismo, la quema de brujas, el nacionalismo, el imperialismo, el colonialismo, el clasismo, la explotación, la meritocracia o la inquisición (Galtung, 2017), y todos esas consecuencias perjudican directamente tanto a la seguridad como a la paz.
En cuanto a la ideología, deviene como una consecuencia de la religión secularizada y produce más propiamente una ideología política, donde la figura de Dios se convierte en el Estado como sucesor de Dios y se produce el nacionalismo como una manifestación dicotómica del Yo y del Otro, donde el Yo es promovido y exaltado en contra del Otro que se ve cosificado, deshumanizado, y a raíz de lo anterior la gente se ve degradada por la explotación y estas son circunstancias propicias para cualquier tipo de violencia directa, donde aparecen figuras nefastas que históricamente justificaron sus exterminios pero que no tan históricamente se convierte en un deber psicológicamente posible (Galtung, 2017), y esto va en contra de la seguridad y de la paz (y también de la democracia), donde el Estado tiene una injerencia importante ya que es desde ahí donde nacen las políticas públicas y, en general, la estructura que influye en la violencia y, en consecuencia, en la seguridad y en la paz: “La ideología del nacionalismo, enraizada en la figura del pueblo elegido que se justifica a través de la religión o la ideología, debe ser vista en conjunto con la ideología del Estado, el estatismo…” (Galtung, 2017, p. 161).
Al Estado (y todo lo que dicho aparato conlleva, como instituciones, poderes, funciones, funcionarios, etc.) se le ha considerado teóricamente como el protector de la ciudadanía,[3] lo cual no es erróneo desde una perspectiva deseable, pero cuando hablamos de las situaciones que ocurren de facto, la cosa es diferente: “…el Estado también puede ser visto como uno de los sucesores de Dios, heredero del derecho de destruir la vida (ejecución), si no del derecho a crearla…” (Galtung, 2017, pp. 161-162). Ante tal panorama, deviene otro de los conceptos que resulta indispensable contrastar para determinar si la violencia estructural es un riesgo para la seguridad humana y para la paz, así como indagar en la que se podrían mejorar esos aspectos: la democracia.
IV. Estado y democracia en riesgo
La violencia y la criminalidad, en el caso de México, no ha sido posible manejarla de manera eficaz por el margen reducido que ha dejado el hecho de que los grupos delincuenciales (por ejemplo) amenazan ya una gran parte del territorio mexicano de manera directa y en el pasado ni una política de tolerancia era viable, entre otras, por la siguiente razón: “La tolerancia se podía mantener en un régimen autoritario en el cual la información era controlada por el Estado. Lo que era inviable con los avances democráticos del país” (García Zamora & Márquez Covarrubias, 2013). En efecto, una verdadera democracia o al menos un significativo avance en la misma, implicaría, entre muchas otras cosas, un obstáculo para el gobierno al momento de querer controlar la información, sobre todo con las democráticas regulaciones del derecho a la información y la transparencia.
La democracia no se limita solamente a un gobierno del pueblo, sino que va más allá de solamente eso, y esto la hace sumamente compleja, incluso considerando que en la actualidad hay muchos instrumentos de democracia para poder formar un gobierno como una de las partes de un Estado, de tal manera que el concepto se subdivide a su vez en otros conceptos que pueden ayudar a una mejor comprensión de su conceptualización y, sobre todo, de su operacionalización en la vida práctica estatal, es decir, la democracia participativa como una forma de organización social que puede ser un medio o instrumento para lograr el desarrollo y para alcanzar la paz, pero también tenemos el concepto de participación directa y algunas otras formas basadas en la representatividad. Con todo ello, aspectos negativos (y claramente antidemocráticos) como la desigualdad y la pobreza, son el detonante de que el círculo vicioso de la inseguridad provocadora de pobreza (y viceversa), continúe:
“La desigualdad y la pobreza definen el futuro de las personas y en gran medida el de su descendencia, a partir del carácter casi hereditario que ha adquirido la pobreza. América Latina se encuentra lejos de superar las condiciones que generan las desigualdades, en tanto persisten estructuras políticas, económicas y sociales que las perpetúan y agravan, como son las propuestas neoliberales aplicadas en los países de la región…” (Contreras, 2007, p. 157).
La democracia significa ejercicio de la ciudadanía, y esto sustenta a la democracia participativa cuyo aspecto primordial es, precisamente, la participación, la cual implica toda una serie de instrumentos, mecanismos, procesos y, sobre todo, condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan practicar la participación en un contexto estatal. Y para lo anterior resulta indispensable una buena dosis de cultura participativa, en la que inciden no solamente la divulgación institucional del derecho que tenemos todos de votar en las elecciones, sino que también otros aspectos como el de la politización (o culturización política), y esto incide en el aspecto cultural que se puede ver afectado por los diversos tipos, causas, orígenes, consecuencias, etc., de la violencia:
“…se puede identificar un flujo causal de carácter cultural que discurre estructuralmente hasta la violencia directa. La cultura predica, enseña, advierte, incita, y hasta embota nuestras mentes para hacernos ver la explotación y/o la represión como algo normal y natural, o posibilita la alienación para vivir aparentando que no se sienten sus consecuencias…” (Galtung, 2017, p. 155)
Hay una potente relación entre la democracia y los derechos fundamentales, y la violación representa la negación (al menos en una gran parte) de ese tipo de derechos: “La violencia es la privación de los derechos fundamentales, una seria cuestión; una reacción es la violencia directa…” (Galtung, 2017, pp. 155), y esto provoca una apatía ciudadana (sector que podrían intervenir con su participación) preferida por la clase dominante por la gobernabilidad y estabilidad que les confiere:
“Puestos a elegir entre una situación de violencia en ebullición o una sociedad en estado de hibernación y apática como reacción a un estado de grandes necesidades y depresión, no cabe la menor duda que la clase dominante preferirían esto último. Prefieren la gobernabilidad a enfrentarse con problemas anárquicos y procesos de desestructuración. Aman la estabilidad. De hecho, la principal manifestación de la violencia cultural de las elites dominantes es culpar a las víctimas de violencia estructural y acusarlas de agresoras. La violencia estructural puede hacer transparente la violencia cultural.” (Galtung, 2017, pp. 155-156).
La ideología del Estado-Nación como una variante del Estado, es también preocupante en términos de la posibilidad legítima que tiene el aparato estatal para sustentar el derecho de matar que puede aplicar no solamente en situaciones bélicas, sino también en otras más cotidianas:
“Matar en la guerra ahora se hace en nombre de la nación, que comprende los ciudadanos con una etnicidad compartida. La nueva idea de la democracia se puede acomodar con fórmulas de transición tales como Vox populi, Vox Dei. La ejecución también se hace en el nombre del pueblo del Estado X; pero, al igual que la guerra, tiene que ser ordenada por el Estado…” (Galtung, 2017, p. 162).
Lo anterior provoca inseguridad humana, pero del tipo legítimo (o hasta podríamos decir “estructural”), ya que la falta de seguridad humana en aquellos aspectos fundamentales para el hombre, coartan la libertad (presupuesto democrático) y, en consecuencia, la confianza y la tranquilidad de las personas, pero en especial de aquellos que forman parte de los grupos más desprotegidos, y eso “Debilita la credibilidad en la democracia, al no ser capaz de garantizar la seguridad social y pública, y se puede llegar al extremo de afectar la gobernabilidad del país…” (Contreras, 2007, p. 153). Como contraste a todo esto, se ha postulado que la participación puede ser uno de los caminos a seguir, es decir, un mayor involucramiento de los actores sociales (que en este caso yo diría que corresponde más a los ciudadanos), con tal de que se vaya haciendo posible cada vez más la democracia, pero también la seguridad y la paz como antagónicos de la violencia estructural:
“Los actores sociales deben recuperar su condición de expresión organizada de los ciudadanos y, junto con los partidos políticos y los organismos de gobierno, no contra ellos, hacer posible un proyecto de país donde todos se reconozcan como miembros de una comunidad, como actores de la construcción del bien común y de un futuro mejor y, a partir de la generación de igualdad de oportunidades, lograr una mayor integración social, que haga posible la justicia, la dignidad y la seguridad humana de todos” (Contreras, 2007, p. 162)
El objetivo debe ser, entonces, incrementar la efectividad de la democracia, aludiendo desde luego a su desarrollo, es decir, desarrollar la democracia y, por ende, mejorar el ejercicio de la gobernabilidad: “Si en principio en ‘condiciones de paz’ o en ‘contextos democráticos’ resulta difícil el juego de la política y la búsqueda del poder, es más complejo en situaciones de guerra o confrontación armada” (García Zamora & Márquez Covarrubias, 2013, s/p) y desde luego, también es más difícil en un Estado en el que la estructura jurídica, cultural, social, económica, etc. se dirige hacia la llamada violencia estructural. Así, la solución no solamente estaría por cuenta de una paz estructural, sino también de un ambiente democrático con esa característica, es decir, de una democracia estructural.
[1] Y todo ello porque la violencia estructural “está embebida en las estructuras sociales”, y éstas “no son observables directamente” sino solamente a partir de “abstracciones” (La Parra & Tortosa, 2003, p. 70).
[2] Aspectos legitimadores de la paz, que serían, a contrario sensu, los que se alejan de cualquier tipo de violencia, sobre todo la que tiene su origen en el diseño de la estructura social.
[3] Parte de esto se puede constatar con los contenidos académicos que tienen un impacto educacional, sobre todo en los programas de pregrado o educación superior en los que hay obligatoriedad de cursar la asignatura “Teoría del Estado” (o alguna de sus variantes), y donde se puede verificar con poco esfuerzo que el contenido del programa se dirige propiamente a postular y defender esa “característica” bondadosa del ente estatal.
Conclusiones:
La violencia estructural es producto del mal manejo de la estructura estatal y democrática, y a su vez, la estructura estatal produce la violencia estructural, de tal manera que no se debe considerar a la democracia ni al Estado como independiente uno de otro, pues afecta a la seguridad estatal. También, las categorías viciosas de violencia estructural atentan contra los principios democráticos de libertad, igualdad y fraternidad. Se deben identificar los aspectos estructurales para el buen funcionamiento de una democracia estatal favorable para la seguridad humana, pero también se deben identificar los aspectos culturales (referidos en su mayoría a la culturización de los principios de la democracia), para poder establecer una especie de preparación para la democracia estatal y para la democracia como una forma de vida, lo cual implica el despliegue de toda una cultura conductual dirigida a esos principios y valores democráticos. De tal manera que resulta importante la concientización política de la población sobre la paz estructural, ello supone salvaguardar el andamiaje estatal o estructura, es decir, las instituciones públicas y privadas y su funcionamiento. En consecuencia, si queremos fortalecer al ente estatal, la democracia y la seguridad humana, se debe resolver el problema de la inseguridad, de la delincuencia en la que viven muchos mexicanos, es decir, se debe procurar la existencia de una paz estructural, lo que obligaría a reflexionar acerca de una nueva categoría democrática: la democracia estructural.
Bibliografía:
La Parra, D., & Tortosa, J. M. (2003). Violencia estructural: Una ilustración de concepto. Documentación Social, 131, 57–72. https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/23375/1/2003_LaParra_Tortosa_Documentacion_Social.pdf
Galtung, J. (2017). La violencia: Cultural, estructural y directa. En Política y violencia: Comprensión teórica y desarrollo en la acción colectiva (pp. 147–169). Instituto Español de Estudios Estratégicos.
Contreras, C. (2007). Seguridad humana. Quórum. Revista de pensamiento Iberoamericano, 18, 152–163.
García Zamora, R., & Márquez Covarrubias, H. (2013). México: Violencia e inseguridad. Hacia una estrategia de desarrollo y seguridad humana. Nómadas. Revista crítica de ciencias sociales y jurídicas, Núm. especial: América Latina.
Rodríguez Alcázar, J. (2005). La noción de “Seguridad Humana”: Sus virtudes y sus peligros. Polis, revista de la Universidad Bolivariana, 4(11), 0.
Palabras clave:
violencia estructural, seguridad humana, Estado democrático.