Resumen de la Ponencia:
La dieta del siglo XXI en el Sur Global es una forma de desigualdad social porque el acceso limitado a nutrientes es un factor de reproducción intra e intergeneracional de la pobreza. Es un problema que involucra tanto a la seguridad como a la soberanía alimentaria y demanda un conjunto de herramientas analíticas para abordar las distintas escalas de un fenómeno que vincula las biografías con la historia. La reflexividad, entendida como la capacidad del actor de monitorear, evaluar y modificar sus acciones mientras las ejecuta, es un concepto clave de la Modernidad tardía (Giddens, Beck, Lash) que tiene importantes consecuencias en la elección de aquellos alimentos cotidianos.
Este trabajo analiza la malnutrición a partir de las prácticas alimentarias del actor que son parte de un contexto donde se reduce de forma significativa el carácter omnívoro de la dieta (Fischler). Los alimentos ultraprocesados adquieren mayor participación en la dieta y cuestionan las lógicas reflexivas porque están diseñados para gustar a bajo costo (Proctor y Cross, 2014; Winson, 2013). Es el resultado de una elección mayormente determinada desde la oferta, donde la planificación de la nutrición y la construcción de las identidades alimentarias pasan a un segundo plano. Este panorama alimentario exige identificar y caracterizar límites o dobles de la reflexividad que es una cuestión muy poco trabajada por la sociología contemporánea, porque prioriza los aspectos potenciales de un concepto que se define como ilimitado.
Los límites o las tensiones asociadas a las prácticas reflexivas en relación con la alimentación permiten explicar la generalización de dietas caracterizadas por la gran densidad calórica y la baja calidad nutricional. Los alimentos ultraprocesados desplazan a los frescos como el principal aporte calórico de las dietas desde finales del siglo XX (Bray y Popkin, 1998; Otero, 2018; Clapp e Isakson, 2018; Mc Michael, 2014). Calibrar los límites y las contradicciones inherentes a la formación de las identidades y culturas alimentarias del siglo XXI, no soslaya el papel ejercido por una reflexividad que, operacionalizada en tiempos y espacios específicos, resulta clave en el diseño de soluciones alimentarias que permitan la inclusión social. La co-construcción de estas soluciones permite el acercamiento de productores y consumidores, atendiendo las estrategias capaces de analizar, debatir y mitigar la desigualdad nutricional. Las calorías a bajo costo de la oferta industrializada son gustosas pero incrementan el impacto del hambre en la población. La sustentabilidad de las estrategias, necesarias para la seguridad y soberanía alimentaria demanda la implementación de prácticas reflexivas instituidas por fuera de los límites que imponen las grandes empresas transnacionales de la alimentación. Con este objetivo se presentan en este estudio un conjunto de herramientas teóricas como insumo en la lucha contra la malnutrición.
Introducción:
La dieta del siglo XXI en el Sur Global es una forma de desigualdad social porque el acceso limitado a nutrientes es un factor de reproducción intra e intergeneracional de la pobreza. Es un problema que involucra tanto a la seguridad como a la soberanía alimentaria y demanda un conjunto de herramientas analíticas para abordar las distintas escalas de un fenómeno que vincula las biografías con la historia. La reflexividad, entendida como la capacidad del actor para monitorear, evaluar y modificar la realidad social y sus acciones mientras las ejecuta, es un concepto clave de la Modernidad tardía (Beck, Giddens y Lash, 1994) que tiene importantes consecuencias en la elección de aquellos alimentos constituyen la dieta cotidiana.
Este trabajo analiza la malnutrición por exceso a partir de las prácticas alimentarias del actor en un contexto donde se reduce de forma significativa el carácter omnívoro de la dieta (Fischler, 1995). Los alimentos industrializados adquieren mayor participación en la dieta en detrimento de frutas y verduras. Es un proceso denominado “transición nutricional” (Bray y Popkin, 1998) que también pone en cuestión las lógicas reflexivas porque en la oferta hay cada vez más alimentos que están diseñados para gustar a bajo costo (Proctor y Cross, 2014; Winson, 2013), escindiendo a su vez las dietas de sus consecuencias para el cuerpo y la salud de los individuos. El modo en que se incorporan estos alimentos a la vida cotidianos interpela, en el marco de la sociología de la alimentación, los alcances y las aristas de la reflexividad como hecho cultural de las sociedades tardo-modernas (Giddens, 2015; Beck, 1996). Remarcar los límites o contradicciones asociadas o inherentes a las prácticas reflexivas contemporáneas es clave para explicar la expansión de dietas con gran densidad calórica y la baja calidad nutricional que se convierten en factores de exclusión social pero que también internalizan preferencias en los actores que incrementan la desigualdad socio-alimentaria.
Desarrollo:
El encuadre teórico metodológico se enmarca en la reflexividad como una característica principal de la modernidad tardía. Sus variantes y contrapuntos -o dobles- permiten analizar la complejidad de los fenómenos sociales contemporáneos. La malnutrición por exceso puede ser abordada desde la reflexividad porque esta herramienta analítica permite incorporar la perspectiva del actor en el vínculo social que se establece con los alimentos. En la conformación de la dieta intervienen prácticas reflexivas al momento de definir qué, cómo, cuándo y con quien comer. Sin embargo esta elección también está determinada por esos contrapuntos que conforman la reflexividad.
La investigación sociológica es abordada como una “totalidad”, cuyas “partes” o “momentos” (Torres, 2021) –desde la formalización de supuestos y el diseño teórico-conceptual hasta las observaciones y conclusiones empíricas– se encuentran en una relación dialéctica. Este imperativo holístico-sintético propone superar los reduccionismos teoricistas y empiristas, donde el pensamiento sociológico es una práctica permanente que abarca desde sus presupuestos más generales hasta las clasificaciones más simples de la realidad social (Alexander, 1989). Estas “revisiones” permiten a los sistemas teóricos sociológicos abordar la importancia social que tienen las interacciones de la vida cotidiana, aún las que se consideran más “automáticas” o repetitivas.
Para explicar el diseño y la mutación de las identidades y prácticas alimentarias del siglo XXI objetivadas en formas diversas de malnutrición (por excesos, inhibiciones, etc.), es necesario enriquecer la teorización sociológica a partir de la reflexividad -incluida la autorreflexividad- con sus “dobles” o “contrapuestos” (Blacha y Torterola, 2021). Dada la estructura compleja y dinámica de la vida sociocultural actual, es necesario que estas herramientas teóricas sean puestas a prueba y –eventualmente– reformuladas (Beinhocker, 2013). Para Anthony Giddens, la “reflexión de la vida moderna consiste en el hecho de que las prácticas sociales son examinadas constantemente y reformuladas a la luz de nueva información sobre esas mismas prácticas”, hecho que “altera su carácter constituyente” (Giddens, 2015: 46; Torterola y Blacha, 2021: 50-52).
Para los teóricos de la modernización reflexiva, la permanente retroalimentación entre pensamiento-observación-acción a la que alude Giddens se ha radicalizado. Sistemas sociales e individuos cotidianamente examinan y someten a revisión la información disponible, sus trayectorias, metas y expectativas así como también se ha socializado tal ejercicio. La reflexividad no puede entenderse ya como un patrimonio exclusivo o cuasi-exclusivo de los “sistemas expertos” (científico-técnicos) o las “vanguardias” (políticas, artísticas, intelectuales), sino que se entiende como una práctica generalizada, mediante la cual los sujetos se autoperciben como agentes sociales (Paladino, 2011; Costa, 2004; Beck, 1996).
De acuerdo con Lash (2001), es posible afirmar que la definición y el empleo adecuado del concepto reflexividad requiere tanto calibrar sus “variantes” –cognitiva, estética y ética (Lash, 2001)– como problematizar su capacidad explicativa del mundo contemporáneo. En la modernidad tardía, la información sólo es válida hasta nuevo aviso y los “actores” (individuos o colectivos sociales) monitorean (y eventualmente resignifican y rediseñan) sus identidades –y sus dietas– de acuerdo a este carácter “actualizable” de los vínculos sociales (Dyke, 2009). Sin embargo, esa capacidad de monitoreo también encuentra límites.
Son múltiples los patrones sociales que influyen en la percepción y apropiación social de los alimentos, con los cuales los consumidores mantienen un registro reflexivo. Es un proceso abierto, donde el hogar y la infancia moldean las preferencias pero también las interacciones sociales de la vida cotidiana pueden cambiarlas (Paladino, 2011). La influencia de la industria alimentaria en las últimas décadas del siglo XX es un buen ejemplo de esta flexibilidad en cómo se interpreta un alimento y cómo se determina el impacto sociocultural de su ingesta (McKenzie y Watts, 2021: 14). La reflexividad permite destacar la influencia social en las preferencias subjetivas y sus “razones”, conviertiéndose en una herramienta analítica muy útil para identificar las estrategias implementadas por el actor en la construcción social de “su” dieta. Es un límite que impone la industria, que los actores no perciben como tal.
La sociología de la alimentación no sólo constituye un campo sugestivo para dimensionar y calibrar las formas de la modernización reflexiva. También afecta la problematización de sus herramientas teóricas y sus diagnósticos específicos. En tal sentido, se identifican dos límites constitutivos de la categoría y sus implicancias para el estudio de la realidad psicosocial o cultural contemporánea porque actúan como fundamento de las elecciones alimentarias tanto en la escala social como en la subjetiva.
El primer límite es la forma-contradictoria, que recala en el reconocimiento de los “dobles articulados” –o negaciones y/o impugnaciones– del concepto en cuestión. Las sociedades tardomodernas son tanto reflexivas como irreflexivas porque generan ámbitos, reglas y recursos que estimulan la autonomía subjetiva pero también la condicionan. Es un contexto donde las certezas conviven con las incertidumbres como parte de la vida cotidiana (Lamo de Espinosa, 1990). La disminución del umbral del riesgo a través del consumo diario de información y el establecimiento de “regímenes” alimentarios, coexiste con la emergencia de nuevos riesgos (Giddens, 1999: 165). Es lo que sucede, por ejemplo, con el ultraprocesamiento o las informaciones erróneas o parciales disponibles en las redes digitales. Al interior de esta variante-límite o antinómica se encuentra la paradoja: la reflexividad se desenvuelve, en las biografías subjetivas o colectivas contradictoriamente; se operacionaliza a través del contrasentido. Señalar esta primera forma “contra-reflexiva” tiene por objetivo primordial articular la reflexividad al carácter contingente, ambiguo, del devenir social o las trayectorias individuales, propósito en diversas ocasiones señalado, por cierto, por los propios teóricos de la modernización reflexiva.
El segundo límite, la forma-incompleta, señala que la reflexividad no se institucionaliza por igual en todos los territorios, estructuras o esferas sociales. Puede concebirse a la reflexividad como un “bien” o una “capacidad” distribuida desigualmente. Existen entonces territorios, grupos, individuos (diferenciados por clase, edad, pertenencia étnica-cultural, etc.) parcialmente “tocados” o “no alcanzados (y que por razones estructurales tampoco podrían llegar a estarlo) por las bondades de la reflexividad” (Blacha y Torterola, 2021: 59). Los individuos de la modernidad radicalizada tienden a cultivar una mayor disposición hacia la exploración y experimentación activa de alimentos que ofrece la industria alimentaria. Sin embargo, esta capacidad reflexiva también se caracteriza por la internalización de límites. El rol del comensal moderno que establece vínculos activos con los productores, pasa a reconfigurarse como un consumidor tardomoderno que cada vez tiene menos capacidad de influir en la composición de su dieta porque ésta se vuelve más dependiente de la oferta.
Identificar, dimensionar y caracterizar tanto la forma-contradictoria como la forma-incompleta, en relación dialéctica con la reflexividad, supone caracterizar a la modernidad tardía y sus procesos constitutivos como un modo complejo, abierto y ambivalente de organización y experiencia social. Se propone abordar la modernidad contemporánea y su desenvolvimiento desde un enfoque situado, contextual, inductivo. Los límites permite explicar cómo ciertas prácticas se convierten en sustento de las decisiones alimentarias aún cuando no resuelven problemas de base.
El análisis de la alimentación tiene importancia sociológica porque está influenciado tanto por lo que se come, por quien lo hace y donde se realiza el acto alimentario (Köster, 2007). Es parte de un abordaje transdisciplinar que incluye aspectos biológicos, fisiológicos, culturales, económicos, políticos y sociales que se combinan para hacer de la dieta un factor de desigualdad social. Las cuestiones biológicas, como el balance energético, determinan cuáles son los alimentos que permiten al cuerpo seguir funcionando (Lupton, 1996). También influyen características fisiológicas, como la imposibilidad de digerir la celulosa de algunos alimentos (Seldes, 2015; Campillo Álvarez, 2015). Tampoco deben minimizarse los aspectos psicológicos de la alimentación que apelan tanto a los estímulos como al proceso biográfico de constitución del comensal y sus emociones (Franchi, 2012). Estas preferencias también dependen del entramado social y de las distintas identidades culturales, de género, de status y económicas que apelan tanto a quien come y dónde como parte del monitoreo reflexivo de la dieta.
Por ejemplo en las metrópolis globales latinoamericanas, la reflexividad encuentra fuertes contrapuntos –aunque no sólo en ellos– por un lado, en la difusión de la posmodernista satisfacción hedonista e inmediata de la alimentación asociada al placer, el confort, el snackeo o la inconsistencia gastronómica. La dieta se transforma así en un campo de batalla entre el principio-de-realidad (la reflexividad permite clasificar, organizar y controlar las conductas) y el principio-placer o, más aún, el principio-practicidad o simplicidad (en los cuales, v. gr., las consecuencias riesgosas pueden ser reconocidas pero no determinantes en actitudes alimentarias).
Como parte de este proceso se consolida un doble reflexivo donde no puede haber afinidad entre una subjetividad descentrada y hedonista (Bericat Alastuey, 2003) y las prácticas alimentarias que –fruto de sus límites– llevan a la irreflexidad. El individuo utiliza como guía aquellos alimentos que generan placer, saciedad y atracón, como forma característica de la comensalidad. En contrapartida, la alimentación saludable, nutritiva y equilibrada pasa a ser etiquetada como “aburrida”, “insípida”, “escasa” porque carecen del sabor que se espera encontrar en base a consumos precedentes. Los límites a la reflexividad también se encuentran en la conformación del paladar, como un gusto social y culturalmente adquirido que constituye la identidad del comensal aislado del siglo XXI.
En paralelo a esta antinomia o pugna entre “valores culturales”, se desenvuelve otra en la cotidianeidad de un hogar de renta media o media-baja metropolitano. Los adultos pueden percibirse desbordados por las responsabilidades laborales, familiares y domésticas donde la reflexividad “teórica” (que traza una “hoja de ruta” sobre qué comer, por ejemplo) parece mantener una relación paradójica con una racionalidad “práctica” (lo que, efectivamente, y en parte más allá o prescindiendo de tal brújula, sucede en el día a día). En el caso de los alimentos, aun cuando los sujetos son conscientes de las consecuencias positivas y negativas, directas e indirectas que genera una dieta poco saludable (en el cuerpo, el estado de ánimo, etc.), tal registro puede verse superado por las cargadas agendas cotidianas.
Ciertos valores e ideales alimentarios diseñados (v. gr., dieta sana, balanceada y reducida en grasas, transgénicos, carbohidratos; la ingesta pausada o parsimoniosa requerida para optimizar la digestión, etc.) encuentran así una contracara en la imagen de la gastro-anomia sobre la que teoriza Claude Fischler (1995); pero también en la ideología del comensal aislado (Aguirre, 2004) que interactúa con una oferta limitada que también influye en el marco de referencia y en la percepción para tomar “buenas” decisiones alimentarias. Es parte de “una individuación en el sentido de la atomización de consumidores normalizados, en «nichos de mercado»” (Lash y Urry, 1998: 160).
A su vez, la racionalidad económica impone ciertos límites o cuanto menos condicionantes al ejercicio fáctico de la reflexividad, dada su voluntad de colonización del mundo de la vida. Por ejemplo, la productividad intensiva por hectárea promovida por el agronegocio tiene por efecto una ampliación de las desigualdades sociales en relación con el acceso a nutrientes: tal modelo produce commodities que priorizan la oferta sobre la accesibilidad nutricional (Blacha, 2022). Las mercancías ultraprocesadas pueden pensarse aquí como un dispositivo que consolida y profundiza las brechas entre “ricos” y “pobres” en nutrición.
La legitimidad del modelo se asienta en buena medida a través del reconocimiento, por parte de los consumidores de la relación positiva entre valor-de-uso y valor-de-cambio: a un costo económico bajo se obtiene gran densidad calórica y sensación de saciedad inmediata. Con ello, la ecuación instrumental típica de la modernidad simple, centrada en la relación medios-fines, gana terreno frente a la ecuación reflexiva de la modernidad compleja, sensible a revisar los objetivos pero también a evaluar y sopesar consecuencias (Beck, 1996). Tal legitimación se traslada a la esfera cultural, en la cual se asocia a la mercancía ultraprocesada con lo resolutivo, práctico, sencillo, sabroso y hasta amigable, para quienes, por ejemplo, no tienen tiempo para cocinar.
La tensión entre libertad y constricción que guía la conformación de la dieta en la modernidad tardía también influyen las expectativas (Delormier et. al 2009). Las paradojas de la reflexividad también afectan a estas expectativas, en tanto posibilitan que una elección condicionada (sugestionada, inducida, facilitada) “desde afuera” se “siente” como propia (Lash, 2001). Tal es el caso de las calorías a bajo costo de la oferta industrializada que son gustosas pero incrementan el impacto del hambre en la población porque abarca tanto situaciones de carencia (de nutrientes) como de exceso (de kcal). El vínculo con los alimentos da cuenta, tal vez como ninguna otra expresión, de estos límites a los que está sometida la reflexividad porque ésta actúa como un fundamento de esas elecciones “personales”.
En el caso argentino la mayor incidencia de la obesidad entre las enfermedades crónicas no transmisibles (ECNT) pareciera cobrar independencia de la situación macroeconómica del país. La oferta alimentaria actúa como un límite a la reflexividad que se va a combinar con distintos discursos sobre “qué comer” y con las prácticas que inciden en la percepción de los alimentos (Butler, 2018). Pero, por otro lado, la obesidad (IMC ≥25) trasciende los condicionantes socioeconómicos, y puede ser abordada como parte del proceso de construcción social de las identidades de los comensales a partir de un monitoreo reflexivo de la dieta. En especial cuando se obtienen más kcal por menos dinero y en un formato más amigable con los estilos de vida de las grandes ciudades. La combinación de estos factores actúa como un límite a la reflexividad que fundamentan nuevas formas de hambre sustentadas en un acceso desigual a nutrientes (Bielaski, 2013).
Los aspectos calóricos de la seguridad alimentaria permiten identificar límites dentro de la reflexividad. El desacoplamiento entre una reflexividad “teórica” o “discursiva” y una desorganización “práctica” también afecta a los elementos que los actores ponen en juego para definir su alimentación. El resultado es un abordaje de tipo reduccionista que minimiza el impacto social de estas prácticas que nunca son totalmente subjetivas. Es la libertad de elegir dentro una oferta que está condicionada de antemano por la industria. Desde estas paradojas de la reflexividad es posible explicar cómo el hambre modifica sus componentes sin dejar de ser un problema social que todavía no ha sido resuelto. Ya no es una cuestión de productividad que limita la oferta sino que se enmarca en la distribución de los alimentos como el principal factor que determina la acccesibilidad a nutrientes. Estas transformaciones no siempre son tenidas en cuenta por las políticas públicas que proponen una dieta saludable pero que no incorporan estrategias para reconstruir los vínculos sociales entre productores y consumidores.
En un contexto de gran densidad calórica y baja calidad nutricional, las prácticas reflexivas del consumidor ponen en juego distintos tipos de saberes que proponen tanto la ruptura de reglas establecidas (Lash y Urry, 1998) –que llevan a rutinas automatizadas– como la incorporación de culturas alimentarias que remiten a nuevas recetas, productos y técnicas culinarias. Dentro de las estrategias involucradas para consolidar una dieta “saludable” se busca controlar riesgos pero, al mismo tiempo, el actor debe reconocer su desconocimiento de las formas de producción así como los efectos que los productos industrializados tienen en el cuerpo humano. Como parte de la reflexividad los individuos también establecen reglas para salirse de esa alimentación deseable (McKenzie y Watts, 2020). Es un elemento más del monitoreo reflexivo de la acción que resulta central para convertir a la dieta en un factor de inclusión social porque permite reconocer la influencia del gusto en tanto construcción social. También facilita el acercamiento de productores y consumidores, atendiendo a estrategias capaces de analizar, debatir y mitigar la desigualdad nutricional. Es así como un concepto teórico central para la sociología contemporánea permite incorporar la investigación de la vida cotidiana y complejizar el impacto de los conocimientos -legos y expertos- que los actores utilizan para constituir su dieta. Estas herramientas también deberían incluirse en la lucha contra el hambre porque juegan un rol clave en la co-construcción de soluciones alimentarias.
Conclusiones:
Los consumidores reflexivos de finales del siglo XX tienden a desplazar progresivamente la preocupación por el acceso a los alimentos para enfocarse en su calidad y en el impacto que tienen en el cuerpo. La creciente asimetría entre productores/consumidores y quienes se encargan de vincular a ambos –las grandes empresas transnacionales de alimentos– imponen un límite al monitoreo reflexivo de la ingesta. En especial cuando la alimentación cotidiana pareciera buscar un equilibrio entre lo saludable y el disfrute que no ponga en cuestión una (auto)imagen “bella”, “delgada”, “armónica” del cuerpo. Las articulaciones a las que debe responder una dieta en el siglo XXI muestran las tensiones entre el carácter habilitante de la reflexividad, así como las constricciones a la que se ve sometida.
Hay límites internalizados que toman la forma de esquemas individualizados de percepción, apreciación y apropiación o consumo. En última instancia, este consumidor reflexivo termina siendo un comensal aislado que es una construcción de la industria alimentaria. En los alimentos, consumo e identidad parecieran haberse escindido, convirtiendo el acceso a nutrientes en una forma de desigualdad social que potencia las ya existentes. Es parte de lo que Claude Fischler (1995) denomina una gastroanomia y en donde la industria alimentaria interviene para imponer significados en sus productos homogéneos (Warde, 2016). El desafío para las ciencias sociales es cómo generar inclusión desde la dieta, reconstruyendo los vínculos reflexivos entre productores y consumidores (pero también autorreflexivos, en lo que concierne a los sujetos-objeto de la observación-evaluación).
Con este objetivo cobran especial importancia las “soluciones alimentarias”. Un conjunto de prácticas institucionales, tecnológicas (de producción agropecuaria, de conservación, de inocuidad y distribución), artefactos/alimentos e interacciones sociales que se orientan a resolver de forma colectiva el problema del hambre y la malnutrición por exceso. El monitoreo reflexivo de la conformación de la dieta, en tanto práctica social alimentaria, permite identificar las alianzas entre los distintos actores que generan -o impiden- el funcionamiento de estrategias orientadas a incrementar la accesibilidad a nutrientes. Los límites de la reflexividad son parte de estos condicionantes donde el vínculo con los alimentos es parte de una combinación de factores económicos, socio-culturales, tecnológicos y ambientales. La multiplicidad de saberes y estrategias que entran en juego van a influir tanto en la percepción de los alimentos como en las estrategias para acceder a ellos, combinarlos, cocinarlos y disfrutarlos.
Incorporar el monitoreo reflexivo de la acción a las soluciones alimentarias es una forma de involucrar al consumidor –que la industria aborda como aislado, pasivo, normalizado– dentro de las estrategias que determinan la incorporación de un alimento en la dieta cotidiana. También es parte de la sustentabilidad de la propuesta porque los comensales pueden compartir sus prácticas para convivir con la tensión entre “salud” y “hedonismo”. Es también un punto de partida -que será abordado en futuros trabajos- para promover nuevos vínculos a partir de estas estrategias que buscan hacer del acceso a nutrientes una forma de inclusión social.
Los límites de la reflexividad permiten reconocer el carácter condicionado de la elección alimentaria que genera nuevas formas de hambre. Esta combinación de carencia y exceso incrementan las desigualdades sociales preexistentes que, como resultado de la influencia de los dobles reflexivos, son percibidos como irresolubles. La reconstrucción de vínculos sociales y la conformación de alianzas entre distintos grupos de actores –productores, consumidores, distribuidores, cocineros, policy makers– son parte de las soluciones alimentarias, no mediadas y colonizadas por la racionalidad económica. Un abordaje reflexivo (de naturaleza ético-moral) permite destacar la elasticidad de las preferencias alimentarias cuando están acompañadas por prácticas sociales, identidades culturales y estilos de vida que permiten acceder a nutrientes como una forma de inclusión social. Desde esta perspectiva el hambre nunca puede ser un problema individual, subjetivo, aislado sino que refleja las asimetrías sociales contemporáneas. El desafío es cómo re-configurar estos vínculos sociales para combinar gusto, calidad nutricional y accesibilidad.
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Palabras clave:
Reflexividad – Malnutrición – Soluciones alimentarias
Reflexividade – Desnutrição – Soluções alimentares
Reflexivity – Malnutrition – Food solutions