México -
verap.armando@gmail.com
| 5813
Resumen de la Ponencia:
La pandemia del COVID-19 junto a las medidas de «distanciamiento social» y los protocolos sanitarios implementados para frenar la transmisión del virus tuvieron como efecto la parálisis de la vida colectiva, consecuencia de ello fueron las modificaciones forzosas a las ceremonias fúnebres. A partir del análisis de los funerales llevados a cabo durante la crisis sanitaria y de los testimonios recabados de familiares de personas fallecidas por COVID-19 en el primer año de la pandemia, este trabajo se propone esclarecer las afectaciones emocionales producto de los cambios en los rituales funerarios con un enfoque a la ausencia de corporalidades en el escenario fúnebre; asimismo, se abordan sus causas enmarcadas por una situación definida por el miedo a contagiarse.
Introducción:
A lo largo de la historia eventos de amplio contagio como la reciente pandemia de COVID-19 han tenido la capacidad de interrumpir la vida colectiva de manera indefinida gracias a su capacidad de transmisión. Por sí mismo el suceder de los contagios se interpone a la reproducción de la sociedad, a los intercambios materiales y simbólicos, después de todo, las enfermedades epidémicas suelen tener como resultado el fallecimiento de aquellos miembros afectados que, previo advenimiento de la enfermedad, daban forma y continuidad a la sociedad. Con el fin de evitar pérdidas humanas, las sociedades se ven obligadas a transformar las formas de relacionarse y las prácticas sociales convencionales, entre ellas el despliegue culturalmente adecuado de los rituales funerarios.
Estos cambios pueden ser temporales o definitivos, también pueden responder al desarrollo de las circunstancias o atender a las recomendaciones y regulaciones de instituciones estatales, como aquellas emitidas por las instituciones de salud y gobiernos contemporáneos. Independientemente de su origen y alcance, la sustracción de la vida colectiva se ve motivada principalmente por una emoción: el miedo. Esta emoción fue determinante no sólo a la hora de aceptar las intervenciones sobre la aplicación adecuada de los funerales, así como el tratamiento y disposición final del cadáver de las víctimas del COVID-19; su papel fue crucial a la hora de modificar las relaciones entre los vivos y los difuntos, pues el miedo al cuerpo del otro, la preocupación de contagiar o ser contagiado o la incertidumbre respecto a la extensión de la violencia de la epidemia, erigieron barreras al contacto con los otros, evidenciadas en la ausencia de los distintos cuerpos en el escenario funeral.
La regulación institucional de estos miedos a partir la aplicación de las restricciones al tratamiento funerario del difunto y a las reuniones multitudinarias, lejos de constituir una solución a la problemática experimentación de la muerte, terminó por patentar esa ausencia corporal en tres sentidos: la falta del cadáver como referente afectivo; la imposibilidad de asistir al funeral para comprobar el deceso del ser querido y participar de manera presencial de los rituales; finalmente la restricción a la reunión en un mismo espacio se interpone a la asistencia de otros cuerpos vivientes, compañeros, amigos, familiares lejanos, incluidos músicos y plañideras donde los halla, quienes acompañan a los deudos, co-participan del dolor, es decir, cumplen un papel en el intercambio emocional al sostener afectiva y ritualmente al superviviente.
La experiencia de los familiares de personas víctimas del COVID-19 sugiere que la ausencia de estas corporalidades durante las ceremonias funerarias se interpone al procesamiento esperado de la muerte: a la brevedad de los entierros y cremaciones se suma la falta de la interacción ritual, que imposibilita patentar, a través de la reunión, tanto la pérdida de uno de los miembros del grupo como la finalización del periodo de duelo social. Así, para terminar de entender esta ausencia de los tres cuerpos, en las páginas siguientes se la localizará como una manifestación de la liminalidad, un estado de transición, marginalidad y ambigüedad que para salir de él requiere, además de los rituales culturalmente adecuados, de la presencia de otras corporalidades para ratificar, acompañar y sostener afectivamente al deudo en su pasaje simbólico. Es decir, para que las prácticas funerarias logren su eficiencia simbólica no sólo es necesario seguir al pie de la letra las exigencias rituales, asimismo es necesaria la presencia de los otros para aliviar las aflicciones, el dolor de la pérdida.
Desarrollo:
Distanciamiento social y transgresión funeraria
El arribo del virus COVID-19 al interior de las fronteras de México motivó la emisión de una serie de recomendaciones y medidas preventivas por parte del gobierno para evitar su transmisión. Estas estrategias se sintetizan en la noción de «distanciamiento social» plasmada en el “Acuerdo por el que se establecen las medidas preventivas que se deberán implementar para la mitigación y control de los riesgos para la salud que implica la enfermedad por el virus SARS- CoV2 (COVID-19).” (Diario Oficial de la Federación, 2020, 24 de marzo). En este acuerdo se establecieron varios puntos para regular la vida colectiva: la asistencia a espacios concurridos fue restringida; se suspendieron las actividades no esenciales; se recomendaron medidas de higiene básica y de “sana distancia” para evitar el contacto físico entre las personas.
Adicionalmente, el Gobierno de México, en conjunto con la Secretaría de Salud, publicaron la “Guía de manejo de cadáveres por COVID-19 SARS-COV2 en México” (2020, 5 de abril). Aquí se puntualiza, entre otras cosas, la importancia de restringir a los familiares el contacto con el cuerpo del difunto, la manipulación apropiada del cadáver (en el sentido de procurar el trato digno del cuerpo y las precauciones necesarias al tratarlo), la correcta aplicación de las normas de bioseguridad (limpieza, higiene y uso de equipo de protección persona) y las recomendaciones referidas al destino del cuerpo. Éste apartado estipula lo siguiente:
La disposición final del cadáver será lo más pronto posible, preferiblemente mediante cremación; de no ser posible, se practicará la inhumación en sepultura o bóveda. Si el destino final es entierro este se da en las condiciones habituales. Las cenizas pueden ser objeto de manipulación sin que supongan ningún riesgo (p. 6).
Si bien la cremación no era un acto obligatorio, durante los primeros meses de la pandemia de COVID-19 se convirtió en el método predilecto para disponer del cuerpo del difunto, esto incluso cuando poco después de difundir esa guía se publicó una nueva versión donde se rectificaba esta sugerencia. Para evitar la posible desaparición de miles de cuerpos de personas sin identificar resguardados en las fosas comunes y morgues del Estado, y en adecuación a la Ley General de Víctimas, esta nueva versión señala que: “La disposición final del cadáver será de forma inmediata mediante cremación o inhumación, según disponibilidad, solo para los cuerpos identificados y reclamados, respetando siempre que sea posible la decisión de los familiares más próximos” (Gobierno de México y Secretaria de Salud, 2020, 21 de abril). Se agregaron una serie de requisitos para la disposición final del cuerpo como su plena identificación, que éste debía haber sido reclamado por los familiares y que no hubiera fallecido en circunstancias violentas o fuera parte de una investigación judicial.
Estas observaciones no evitaron la proliferación de las cremaciones y tan soló unas semanas después de la declaración de emergencia sanitaria se reportaba un posicionamiento del 98% de incineraciones frente a un 2% de inhumaciones, cuando en el periodo anterior a la pandemia las despedidas fúnebres consistían en un 60% de cremaciones y un 40% de entierros, según datos datos de la Asociación de Propietarios de Funerarias y Embalsamadores de CDMX (en Pradilla y Ángel, 2020, 1 de mayo) La situación se tornó crítica. La falta de herramientas para asegurar ya no tanto el principio de inmediatez de la disposición del cadáver como el resguardo de los cuerpos que se acumulaban rápidamente, propició una serie de prácticas que en circunstancias convencionales serían impensables pero en los puntos más álgidos de la pandemia fueron asumidos como necesarios.
Los rituales funerarios se vieron afectados en su realización y en sus significados culturales. Alrededor del mundo hubo casos en los que la búsqueda por asegurar ese principio de inmediatez condujo a métodos de transgresión funeraria: en algunas ciudades de la India las piras funerarias iluminaron el cielo día y noche, los cuerpos eran quemados tan pronto como les era posible, interponiéndose al elaborado despliegue de los rituales hindúes necesarios para asegurar la reencarnación del alma (El Financiero, 2021, 26 de abril); en China es costumbre enterrar al difunto y levantar una tumba para venerar a los muertos, sin embargo, en las áreas afectadas por el COVID-19 como lo fue Wuhan, epicentro de la pandemia, el gobierno ordenó la incineración de las víctimas del virus, entregando a cada familia de deudos una urna con las cenizas del muerto (Whyke, Lopez-Mugica, Chen, 2021); en Guayaquill, Ecuador, las autoridades no se daban abasto para recoger los cadáveres y podían permanecer descomponiéndose durante días al interior de sus casas, en muchos casos los familiares por temor a contagiarse los abandonaban en las calles, a la espera de ser depositados en una fosa común (Animal Político, 2020, 29 de diciembre). En México ocurrió un caso similar: al colapso de los hornos se agregó el abandono de cuerpos en los hospitales, a pesar de que muchos de ellos estaban plenamente identificados, los familiares no iban a reclamarlos; bajo estas circunstancias el destino de al menos 751 personas fue la fosa común en el año de 2020, un 71% más que el año previo a la crisis sanitaria. (Crail, 2021, 13 de Octubre).
Junto a la suspensión de las actividades colectivas, la violencia del contagio interrumpe el despliegue adecuado de los símbolos que sostienen la vida en común. Entre esos símbolos se encuentran aquellos relacionados con la dignidad de la muerte. La noción cultural de la dignidad del cadáver, asegurada a través de la aplicación adecuada de las prácticas rituales, sucumbe no por decisiones basadas en la arbitrariedad sino por los intentos de supervivencia individuales o colectivos. El deudo en situaciones convencionales no suele abandonar el cuerpo de sus seres queridos a la suerte, en tales circunstancias busca por todos los medios a su disposición dar un entierro digno, apropiado según sus códigos morales y culturales; es cuando su propia vida y la de sus pares está en riesgo, tanto o más que la continuidad de estos códigos y la de la sociedad misma, que puede plantearse el abandono de toda exigencia ritual junto al cuerpo de su familiar. El miedo al contagio se encuentra en el centro del desmantelamiento de los significados y solidaridades básicas, engendra la «ausencia de los cuerpos» como proclama del «distanciamiento social» en los tiempos de la crisis sanitaria.
Miedo y corporalidades aisladas
El miedo tradicionalmente se piensa como una experiencia individual que responde a preocupaciones psicológicas, por ende, está limitado a la persona que lo experimenta. El miedo vincula una respuesta de carácter corporal a un peligro o amenaza percibida como inminente. Esa respuesta es principalmente fisiológica, sin embargo también se manifiesta a través del desplazamiento del cuerpo, como puede ser la huida o los intentos por defenderse en situaciones de peligro. Pese a ello, no deja de ser una emoción susceptible al análisis sociológico: “aunque como emoción nace de una percepción derivada de una experiencia personal determinada, sociológicamente se arraiga en un tipo específico de estructuras sociales, modos de vida y marcos de significación” (Olvera Serrano y Sabido Ramos, 2007, p. 123) Las cosas a las que se teme suelen formar parte de un repertorio colectivo que alimenta las angustias y miedos de los miembros de una sociedad, de un momento histórico o se presentan durante una crisis como la del COVID-19, haciendo tambalear toda seguridad previamente confeccionada.
El miedo moviliza ciertos tipos de acciones mientras se evitan otras; motiva cierto tipo de decisiones y define las modos de relacionarse con los demás. Desde una perspectiva institucional hay una intención por regular los miedos, ya sea al intentar fincar los objetos de temor, sea por medio de la reducción del peligro o ya sea por medio de la estimulación de esos miedos. Si bien las medidas de «distanciamiento social» y los protocolos sanitarios implementados para tratar el cuerpo de los difuntos infectados tenían por objetivo frenar el contagio, para lograr ser efectiva esta intervención tuvo que apuntalar entre la población el miedo al contacto con los otros, produciendo barreras no sólo con transeúntes o «extraños», también entre amigos y familiares, independientemente de si se cohabitaba con ellos o no.
Los protocolos aplicados en el funeral, como la restricción a las reuniones multitudinarias en las funerarias y la aceleración de los velorios, además de constituir regulaciones a la vida colectiva en medio de la crisis, afianzaron ese miedo al contagio. El éxito del «distanciamiento social» reside en estimular el miedo al contacto con el otro, cadáver, deudo o posibles asistentes del funeral; se trata de regular las relaciones sociales a través del encauce de las emociones como medio para interponerse a la propagación letal del virus.
El miedo al contagio restringe los contactos corporales, esto se traduce en formas de ser y relacionarse que prescinden, en la medida de lo posible, de la cercanía física como de la socio-afectiva. Esta falta de contacto, evidenciada en la ausencia de los cuerpos durante el funeral, propició la percepción de no estar llevando a cabo los ritos funerales adecuadamente, así como la experimentación de sensaciones de desolación, abandono y culpa. El funeral se definió por modos de relacionarse a través de la ausencia debido al miedo extendido a contagiar, enfermarse y fallecer, pero la falta de contacto con el otro tuvo consecuencias simbólico afectivas, principalmente para los deudos tras la celebración de estas ceremonias sumarias. Esta problemática queda manifiesta por medio del análisis de las ausencias corporales en el funeral, constituidas por: la falta del cuerpo del difunto; la imposibilidad de estar presente durante la despedida final del difunto; y la ausencia de acompañantes en el proceso de duelo.
La ausencia del cadáver
El destino del cuerpo del difunto fue particularmente angustiante para los deudos, tanto como pudo ser objeto de ambigüedad. No sólo porque muchas familias consideraron inadecuado, desde un punto de vista cultural, el tratamiento y disposición final del difunto, sino porque, dadas las circunstancias de la muerte, les fue imposible asegurar si la persona que enterraban o las cenizas recibidas correspondían realmente a su familiar. Según las recomendaciones sanitarias los ataúdes debían permanecer sellados desde la recogida hasta el entierro o incineración de los restos, esto para evitar posibles riesgos a la salud; en otros casos, directamente se entregaban las cenizas a los familiares, sin darles la oportunidad de cuestionar esta decisión. Una mujer relata que tras seis días de haber fallecido su familiar le entregaron las cenizas: “ni siquiera estamos seguros que sea él. Entre tantas bolsas y cuerpos, ¿se van a asegurar que sea él?. Pero por ahora queremos llorarle.” (en Pradilla y Ángel, 2020, 1 de mayo) El proceso se experimentó con cierta incredulidad pues los deudos no tuvieron la oportunidad de comprobar si los restos recibidos eran los de su familiar.
Es habitual que se experimente una «profunda ambigüedad» respecto a la pérdida en casos de personas desaparecidas, soldados caídos en batalla, muertos cuyos cuerpos es imposible recuperar. Muchas personas perdieron el contacto con la víctima de coronavirus tras ser ingresada en los hospitales y sólo pudieron tener contacto con ellos tras la muerte, aunque debido a las circunstancias les era imposible reconocer al difunto, sentían como si su familiar hubiera desaparecido de repente, haciéndoles imposible asumir la realidad de la muerte.
Un joven de 28 años, S.P. comparte su experiencia: a finales del 2020 todos los residentes de su hogar enfermaron por COVID-19, tras un periodo de agonía su tía sucumbió al virus, horas más tarde las autoridades sanitarias recogieron su cuerpo; posteriormente su madre fue hospitalizada por la enfermedad; poco después el abuelo del joven comenzó a presentar síntomas graves de coronavirus, cuando empeoró otros familiares lo llevaron a las puertas del hospital donde falleció. La madre sobrevivió, pero no se le revelaría el deceso del señor hasta tiempo después, sus hijos y su esposo acordaron que la noticia podía afectar su recuperación. Tanto la tía como el abuelo de S.P. fueron cremados y tiempo después les enviaron a domicilio las cenizas de ambos. En ninguno de los dos casos pudo estar algún familiar presente durante el proceso de incineración pero ello no constituyó un obstáculo para tener por seguro el deceso de la tía, después de todo S.P. la acompaño en sus últimos momentos y vio como se le escapaba la vida. Respecto a su abuelo fue distinto y un aura de irrealidad envolvió su experiencia:
Yo me siento bien. Ya no tengo el virus. Pero no siento que haya podido hacer mi duelo porque he cuidado mucho de toda mi familia… Ha sido difícil adaptarse a la vida sin mi abuelo. Se hicieron muchas remodelaciones en casa y trato de agarrar un poco de ritmo… Siento que mi abuelo es un recuerdo lejano, como si no hubiera existido, como si al llevárselo al hospital se hubiera desvanecido. Me siento vacío. (Testimonio de S.P.)
Cuando revelaron a la madre el deceso del señor ella “lo tomó bastante bien”, pues a diferencia del momento en que la madre de mujer falleció, en esta ocasión no “se quebró” y en su lugar permaneció impasible. De acuerdo a un estudio realizado a 48 trabajadores en la primera línea de enfrentamiento contra el COVID-19 en Madrid, España, los familiares de las víctimas frecuentemente les solicitaban pruebas del deceso como fotos, efectos personales y detalles concretos del momento de la muerte para construir una narrativa lógica y coherente que les permitiera acceder a esa realidad de los hechos. (Hernández‐Fernández y Meneses‐Falcón, 2022.) La desaparición del otro, sin demora, sin rituales y sin pruebas, impide acceder al periodo de duelo, al deudo se le complica reconocer y asumir la pérdida del todo. De ahí la necesidad de objetos y narrativas que encarnen al difunto, le den peso a la pérdida y movilicen los afectos.
El deudo sin presencia.
Los funerales alojaron una concurrencia mínima, en ocasiones sólo asistía una persona para encargarse de los trámites y asegurarse de que el cuerpo fuera dispuesto de manera adecuada, el ritual funerario se convirtió en un trámite más. Quien sufrió de una pérdida muchas veces se vio obligado a permanecer lejos del cuerpo del difunto. Una joven del Estado de México A.N.D. perdió a su abuelo por el coronavirus; a pesar de tener una relación muy cercana con él no se presentó al funeral: “no pudimos ir porque teníamos que cuidar a mi abuela; sólo estuvieron mis tíos. Todo eso me afectó mucho, de hecho a toda la familia” (Testimonio A.N.D). Además relata pesadillas frecuentes en las que veía como cremaban a su abuelo “yo lo veía y me daba mucho miedo ver como metían la caja a un horno”; toda la experiencia la marco:
He estado triste, he sentido la ausencia de mi abuelo… Cuando mi abuelo murió lo único que quise hacer fue marcarle por teléfono para decirle que tenía miedo. El había partido y jamás volvería y eso rompió mi corazón… Algunos días parecen tranquilos y la resignación me abraza para después alejarse y abandonarme llevándome a la tristeza y desconsuelo. (Testimonio de A.N.D.)
La imposibilidad de asistir al funeral para despedirse de un ser querido puede acarrear dificultades no sólo para aceptar la pérdida sino a la hora de elaborar emociones. Durante la pandemia fueron de uso frecuente las tecnologías digitales para transmitir en vivo los funerales pero no pudieron sortear esas afectaciones, en cambio quienes atendieron los servicios funerarios por estos medios tuvieron la sensación de no estar enterrando a un difunto, sentían la ceremonia como algo irreal, no podían ver ni creer que aquella persona había muerto (Mortazavi, Shahbazi, Alimohammadi y Shati, 2021). Esto sugiere la necesidad del deudo por participar, con su corporalidad y de manera activa, del ritual funerario, pues sólo así puede experimentar los cambios afectivos que el proceder de las ceremonias y sus símbolos aplican sobre él. Las trasmisión en vivo de las inhumaciones o cremaciones, alternativa recomendada por el gobierno México (Gobierno de México, 2020) pone al deudo como un espectador de eventos desarrollados través de una pantalla, en ellos no puede intervenir ni involucrar su propio cuerpo y afectos.
Concurrencia ausente y el periodo de liminalidad.
La falta de asistencia de diversos acompañantes esperados en el velorio como familiares, amigos y otros conocidos puede acarrear malos entendidos, tensiones, disputas y resentimientos. ( González Bustamante y Ramírez Rosado, 2021.) Esto es porque el deudo espera encontrar en el otro un sostén afectivo, palabras de consuelo, el apoyo moral, la participación de los rituales y el intercambio emocional, o simplemente su presencia en el escenario funeral como medio para rendir tributo al difunto. Las videollamadas, los mensajes remotos y llamadas para presentar las condolencias a los deudos, aunque tengan buenas intenciones, no dejan de darle al deudo la sensación de que están ignorando la obligación moral de presentarse a las exequias, es decir, lejos de acercar a las personas, las herramientas digitales aislaron más a los dolientes durante la crisis sanitaria. Esta situación asemeja a la reclusión de los deudos en ciertas sociedades preindustriales, como entre los Olo Ngadju donde se considera la existencia de una “nube impura” alrededor del muerto, una que
ensucia todo lo que se relaciona con él, es decir, no sólo a las gentes y las cosas que han sufrido el contacto material, sino también todo lo que en la conciencia de los sobrevivientes está íntimamente ligado a la imagen del difunto. (Herzt, p. 30).
Las circunstancias sociales posibilitaron pensar al otro como una fuente de peligro, en mayor medida cuando se trataba del familiar de un difunto, sentían que era mejor estar a una «sana distancia» de ellos. El miedo, como emoción interpuesta a la interrelación entre distintas corporalidades, termina por definir la experiencia de la muerte, el aislamiento de los deudos y la eficiencia de las ceremonias mortuorias, aplazando la experimentación del duelo.
De acuerdo a Van Gennep (2008), todo ritual de paso, como las iniciaciones o las ceremonias de muerte se constituyen de una estructura interna compuesta por: ritos de separación como el lavado del cuerpo, el transporte del cadáver o la quema de las pertenencias del difunto; ritos liminares realizados en el umbral, por ejemplo todas las prácticas realizadas en el periodo de duelo social, éste suele englobar el luto personal con el viaje del difunto al mundo de los muertos; y los ritos de agregación como las comidas conmemorativas o las segundas exequias, los actos de clausura definitiva del duelo. La liminaridad se define por ser una transición, una en la que el pasajero no pertenece ni a un estado ni a otro, esta como suspendido. Si la pandemia por sí misma despliega un estado de liminaridad, los deudos estuvieron fuertemente involucrados en esta noción, suspendidos, por una parte, entre su imposibilidad de vivir y llevar a la práctica las exequias, por otra, entre la muerte del otro y su desorientación afectiva.
La participación de los otros en esta estructura ritual es indispensable al interior del escenario funerario: además de patentar la realidad del paso simbólico de los otros (la transformación de su estatuto social, como puede ser el abandono de la condición de deudo) y de verificar la adecuada realización de los rituales, se involucran activamente en este proceso, toman parte del dolor del doliente. Su cuerpo, como presencia en el espacio funerario sostiene afectivamente al deudo, presta oídos a sus aflicciones y con su boca consuela su dolor. Se integra a las prácticas rituales y con su presencia coacciona la participación del deudo en estos actos culturales. En contextos habituales el acompañante aparece no sólo en el funeral para hacer acto de presencia, puede, por ejemplo, apoyar en el transporte del féretro, constituirse hombro sobre el que llorar, su presencia se requiere también en los ritos de agregación, necesarios para patentar el retorno del deudo a la vida ordinaria, la salida del periodo de duelo social, la aceptación de la partida del difunto.
Un año después del fallecimiento de su abuelo, la familia de S.P. celebró un evento conmemorativo, contrataron a un padre para celebrar una misa dedicada a él y a un grupo de mariachis para cantar en su honor. Familiares y amigos que un año atrás se encontraban confinados tras las puertas de sus casas se reunieron por fin no alrededor de un cadáver ausente si no de una fiesta que encarnaba la memoria del difunto. Este acto de reunión y de memoria permitió a la familia de S.P. asumir del todo su partida, permitió también a la madre de S.P. la movilización de sus afectos y la manifestación de sus dolores.
Conclusiones:
Además de cobrar la vida de miles de personas, la violencia del contagio afecta las estructuras simbólicas que sostienen la realización de prácticas colectivas como los ritos funerarios. La posibilidad de contagiarse interfiere en todo nivel de interacción social. La pandemia del COVID-19 hizo evidente los efectos emocionales de la alteración de esas interacciones, específicamente aquellas dadas al interior del escenario funeral.
Sin embargo el análisis de los funerales durante la crisis sanitaria de hecho reveló la dinámica afectiva-corporal (comúnmente pasada por alto) sobre la que convencionalmente se sostienen estas ceremonias. Abordar los funerales como un escenario de intercambios afectivos entre los cuerpos ayuda a comprender la necesidad de los rituales alrededor de los muertos; su importancia para los grupos humanos a la hora de preservarlos; el cómo es posible y de donde proviene la eficacia simbólica de estas prácticas.
De ahí que la ausencia de una de estas corporalidades esperadas sea tan problemática, pues en conjunto encuadran las ceremonias, tanto a nivel operativo como simbólico. En el cuerpo del otro se verifican los actos y las manifestaciones emocionales, se sostienen los afectos. Reflejados sobre la presencia del otro los dolores cobran sentido, es decir, dirección.
El principal obstáculo a esas relaciones naturalizadas y dadas por sentado al interior del funeral fue el miedo a contagiarse, traducido como un miedo al contacto del otro. Si bien en principio el pánico se propagó gracias a la expansión del COVID-19, el gobierno estimuló en la población el temor a contagiarse, de ahí las regulaciones a la vida colectiva sintetizadas en la noción de «distanciamiento social» para limitar, en la medida de lo posible, el incremento de los casos de coronavirus.
La estimulación de ese miedo al contacto con el otro propulsó las ausencias corporales en el funeral, teniendo como consecuencia la propagación de otras aflicciones: la sensación de incredulidad cuando no es posible acceder al cuerpo del difunto; la extensión indefinida del periodo de duelo en el sobreviviente que no participa de las exequias de su ser querido; las culpas y resentimientos dirigidas a quien no hace acto de presencia en el funeral.
Queda abierta la pregunta respecto a las prácticas rituales para tratar de aliviar el dolor de la pérdida surgidas en el contexto de esta pandemia, si es posible adoptar unos actos que no requieran de la presencia de los cuerpos en un mismo espacio. Es decir, ¿hasta qué punto las reuniones remotas logran ser eficaces a la hora de evocar al difunto y de aliviar el dolor de la pérdida?, ¿en qué medida los actos conmemorativos plasmados en las redes y cementerios virtuales pueden operar un cambio simbólico-afectivo en el deudo?
Bibliografía:
Animal Político (2020, 29 de diciembre). “El periodista de Ecuador que escribió su último relato desde un hospital antes de morir por COVID”. Recuperado el 5 de marzo de 2022, de https://www.animalpolitico.com/bbc/periodista-covid-ecuador-historia-hospital-guayaquil/?fbclid=IwAR3TubO8Ac tFcnU9LwYuTWFe2dEFcbmQXt-y-a7uV-PXVX_HuBt_5ighRNo.
Crail, A. (2021, 13 de diciembre). “Los olvidados del covid terminan en la fosa común”. Gatopardo, Recuperado el 12 de febrero de 2022, de https://gatopardo.com/noticias-actuales/muertos-por-covid-en-mexico-fosa-comun-olvidados-desaparecidos/.
Diario Oficial de la Federación (2020, 24 de marzo). “Acuerdo por el que se establecen las medidas preventivas que se deberán implementar para la mitigación y control de los riesgos para la salud que implica la enfermedad por el virus SARS- CoV2 (COVID-19).” Recuperado el 13 de abril de 2022, de https://dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=5590339&fecha=24/03/2020#gsc.tab=0.
El Financiero (2021, 26 de abril). “«El virus nos devora como un monstruo»: el COVID abruma a los crematorios de la India”. Recuperado el 7 de abril de 2022, https://www.elfinanciero.com.mx/mundo/2021/04/25/ el-virus-nos-devora-como-un-monstruo-el-covid-abruma-a-los-crematorios-de-la-india/?fbclid=IwAR26tjR1BhWe B1ev_06rxEqrEuQXXJwPiF9rbCRqDKU6Th_1gKCow8dpJ 0c.
Gobierno de México (2020). “Recomendaciones para familiares en duelo durante la pandemia de COVID-19”. Recuperado el 12 de marzo de 2022, de https://coronavirus.gob.mx/wp-content/uploads/ 2020 /06/SaludMental_FamiliaresEnDuelo.pdf
Gobierno de México y Secretaria de Salud (2020, 5 de abril). “Guía de manejo de cadáveres por COVID-19 SARS-COV2 en México”. Recuperado el 12 de febrero de 2022, de https://coronavirus.gob.mx/wp-content/uploads/2020/04/Guia_Manejo_Cadaveres_COVID-19.pdf.
Gobierno de México y Secretaria de Salud (2020, 21 de abril). “Lineamientos de Manejo General y Masivo de Cadáveres por COVID-19 SARS-CoV-2) en México”. Recuperado el 20 de febrero de 2022, de https://coronavirus.gob.mx/wp-content/uploads/2020/04/Guia_Manejo_Cadaveres_COVID-19_21042020.pdf.
González Bustamante, A. N. y Ramírez Rosado, J. A. (2021). Duelo por muerte de familiares con COVID-19: Análisis de vivencias con población adulta. Tesis de licenciatura no publicada, Universidad de Guayaquil, Guayaquil, Ecuador.
Hernández-Fernández, C., & Meneses-Falcón, C. (2022). “I can't believe they are dead. Death and mourning in the absence of goodbyes during the COVID-19 pandemic”. Health & social care in the community, 30(4), e1220–e1232. Recuperado el 3 de mayo de 2022, de https://doi.org/10.1111/hsc.13530
Hertz, Robert. (1990). La muerte y la mano derecha. Madrid: Alianza Editorial.
Mortazavi, S. S., Shahbazi, N., Taban, M., Alimohammadi, A., & Shati, M. (2021). “Mourning During Corona: A Phenomenological Study of Grief Experience Among Close Relatives During COVID-19 Pandemics”. OMEGA - Journal of Death and Dying, 0(0), 1-22. Recuperado el 12 de abril de 2022, de https://doi.org/10.1177/00302228211032736.
Olvera Serrano, M. y Sabido Ramos, O. (2007). “Un marco de análisis de los miedos modernos: vejez enfermedad y muerte”. Sociológica, 22 (64), 119-149.
Pradilla, A. y Ángel, A. (2020, 1 de mayo). “«Te llevas el cuerpo de tu madre o se lo lleva el MP»: funerarias colapsan por COVID-19”. Animal Político. Recuperado el 1o de febrero de 2020, de https://www.animalpolitico.com/2020/05/funerarias-colapsan-muertos-covid-19-imss/.
Van Gennep, Arnold. (2008). Los ritos de paso. Madrid: Alianza Editorial.
Whyke, T.W., López-Múgica, J., & Chen, Z.T. (2021). “The Rite of Passage and Digital Mourning in Fang Fang’s Wuhan Diary”. Global Media and China, 6, 443-459.
Palabras clave:
cuerpos, miedo, funerales