Resumen de la Ponencia:
La propuesta de ponencia expone los principales resultados sobre el análisis del sostenimiento en el tiempo de la subjetividad de víctima como categoría que performa a los/las sujetos afectados por las prácticas de violencia política en el contexto de la violencia de Estado en México y el Conflicto Armado Interno en Colombia, esto en una temporalidad que transcurre entre los años 1960 al 2018, a partir del análisis de un dispositivo de calificación, reconocimiento y reparación estatal, y otro dispositivo de autorreconocimiento centrado en la perspectiva del/la afectado/a. Se busca exponer algunas aproximaciones teóricas y prácticas en torno a la construcción del/la sujeto víctima para ambos casos nacionales a partir de los dos dispositivos propuestos en tanto tecnologías políticas de memoria, dando cuenta de la historicidad del sujeto sobre el que actúan diferentes regímenes de verdad, sistemas de enunciación, tecnologías políticas y agencias que lo performan y sostienen en el tiempo.
Introducción:
La presentación es fruto de mi investigación de tesis para optar al grado de Magíster en Estudios Latinoamericanos por el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Tuvo financiamiento por medio del proyecto FONDECYT Regular “Más allá del paradigma de la víctima: genealogías de dispositivos de performación de sujetos de la violencia política. Chile, 1973-2018”, dirigido por la Académica de la Universidad Alberto Hurtado, Dra. Oriana Bernasconi Ramírez.
El propósito de la investigación radicó principalmente en tratar de realizar un trabajo de carácter genealógico sobre la emergencia, sostenimiento y constitución ciertos tipos de ser sujeto víctima a partir de diferentes definiciones de carácter históricas, esto en relación a las personas afectadas por los escenarios de violencia política en Colombia y México, específicamente en los contexto del Conflicto Armado Interno y de la llamada Guerra Sucia o violencia de Estado respectivamente. Planteado de otro modo, se buscó analizar la categoría de víctima a partir del enfoque de genealogía de dispositivos de perforación de sujetos adaptado para estas dos realidades nacionales y así poder trazar y verificar cuáles son los sentidos con los cuales se ha dotado a esta categoría de víctima, las fijaciones de sujeto que realiza, y los límites que presenta. Es por lo anterior que el objetivo de la investigación fue analizar el sostenimiento en el tiempo de la subjetividad de víctima como categoría que performó a los/las sujetos afectados por las prácticas de violencia política en el contexto de la violencia de Estado en México y del Conflicto Armado Interno en Colombia, a partir del análisis de un dispositivo que he nombrado de “calificación, reconocimiento y reparación estatal”, y otro dispositivo de “autorreconocimiento centrado en la perspectiva del/la sujeto/a afectado/a”.
Desarrollo:
Opción metodológica y documental.
La metodología de genealogía de dispositivos de performación tienes sus orígenes en la contribución analítica realizada desde la sociología del sujeto por las y los investigadores asociados al proyecto FONDECYT señalado más arriba, y a su vez se podría decir que mantiene relación con las reflexiones que Judith Butler y Michel Foucault entre otros y otras investigadoras han realizaron en torno al surgimiento histórico de los sujetos y la inmensa red de dispositivos, acontecimientos y procedimientos que actúan sobre él o ella para constituirse como tales. La principal contribución de esta opción metodológica es que permite desnaturalizar al sujeto, en este caso al sujeto víctima, y situarlo en procesos dinámicos de relaciones de poder y de saber, así como de posibles resistencias a las reglamentaciones que lo definen y performan subjetivamente.
Esta práctica investigativa permite dar cuenta de la historicidad del sujeto sobre el que actúan diferentes regímenes de verdad, sistemas de enunciación, tecnologías políticas de memoria y agencias que lo sostienen en el tiempo, evidenciando para el caso de la víctima, que su constitución no se debe a una supuesta esencia de sus características de sujeto sino que a procesos múltiples relacionados entre sí, que van dotando de sentido, conduciendo las acciones y estrechando los reconocimientos hacia tipos concretos de ser víctima. Por ello, se utilizó este enfoque para identificar los puntos de emergencia, continuidades y rupturas, de ciertas perspectivas de sujeto víctima a partir de los dos dispositivos señalados y los documentos que producen.
En relación a esto último, los documentos han sido comprendidos como resultado de tecnologías políticas que participan en la figuración del/la sujeto víctima, ya que, desde ellos se proponen ciertas fijaciones de sujeto o ciertas construcción del mismo, en los cuales es posible reconocer las categorizaciones emergidas entre los años 1960 y 2018 en base a procedimientos tales como de registro, denuncia, investigación en clave histórica, marcos normativos técnico-jurídicos, procesos de reconocimiento y clasificación, trabajos de memoria y restitución del testimonio, entre otros. Estos documentos son una muestra de las estrategias elaboradas por los Estados y por lo actores afectados por las prácticas de violencia política organizados en agrupaciones o grupos de pertenencia, que impactaron en el sostenimiento en el tiempo del/la sujeto víctima, ya que detrás de un discurso político, detrás de un informe proveniente de alguna de las Comisiones de Verdad, detrás de alguna declaración por parte de familiares de personas afectadas y las personas afectadas, hay un proceso de construcción del o la sujeto.
Los criterios de selección de la documentación utilizada fueron: a) de pertinencia para el análisis, remitiéndose sólo a documentos producidos en las tecnologías políticas que son parte a los dispositivos de análisis; b) criterio de accesibilidad, remitiéndose sólo a documentos de archivo digitales alojados en repositorios institucionales estatales y de las organizaciones de víctimas u otros archivos; y c) criterio de diversificación que permitió tener un diseño adaptativo en los casos en que no se encontraron suficientes documentos escritos.
El/la sujeto víctima, la categoría y una posible problematización.
Una vez planteado la anterior, surge la pregunta y la necesidad de responder ¿porque problematizar sobre las víctimas y su construcción como sujetos? Una respuesta aceptable es señalar que, parece ser que, se ha erigido desde hace algún tiempo en términos de mediada duración histórica, un paradigma respecto de la víctima que funciona como marco de explicación y reconocimientos que presenta límites y desde el cual se han ido construyendo tipos históricos de sujeto víctima que no siempre responden a las necesidades y exigencias de las mismas personas afectadas por las prácticas de violencia política, en específico de aquellas prácticas que se reconocen como de carácter antirrevolucionarias y represivas impulsadas por los aparatos estatales de México y Colombia y por las elites y grupos de poder que los controlan, prácticas justificadas ideológicamente en el periodo de la Guerra Fría para realizar una serie de acciones violentas destinadas a impedir la toma del poder política o despojar del mismo a movimientos revolucionarios que buscaron transformar las realidades nacionales en un contexto álgido de conflictividad social fundamentado por opciones ideológica contrapuestas y que significó la afectación de miles de personas independiente de si estás tuvieron una participación activa o no de alguna organización o movimiento revolucionario (Ansaldi y Giordano, 2014). En base a esto es que los Estados nacionales articularon una red instituciones y prácticas legales e ilegales con la finalidad de reprimir a otro que fue catalogado como el enemigo interno.
Al respecto, la socióloga Oriana Bernasconi precisó que “la víctima es un tipo de subjetividad relativamente nuevo, constituido en el daño o vulneración y en la intervención destinada a repararlos” (2020, p. 54). De manera complementaria pienso que se puede comprender lo señalado por Isabel Piper (2018, p. 494), quien escribió que la imagen que se construye sobre este sujeto es el de alguien que ha sufrido o ha sido afectado por la aplicación de algún tipo de fuerza y/o violencia fuera de su control, por lo que necesita protección y reparación, o al menos ese ha sido uno de los aspectos paradigmáticos con el cual ha sido identificado.
Para ambas investigadoras y académicas, el enfoque que contribuye a la construcción de los/as sujetos sociales en tanto víctimas tiene sus limitaciones y puede ser analizado críticamente cuando, por ejemplo, Bernasconi, Lira y Ruiz y (2019) señalaron que, “presenta limitaciones desde el punto de vista de los sujetos a quienes se les confiere esta condición -y a quienes no- y el mundo social que produce”; y también, otra perspectiva crítica semejante es plantada por Piper (2018), cuando alude a que la categoría de víctima despolitiza las prácticas por las cuales o en el marco de las cuales se produce la persecución política, construyendo un modelo ideal que homogeneiza las diferencias entre sujeto/as borrando posibles contradicciones y rasgos subjetivos de humanidad que pueden ser contradictorios con los relatos hegemónicos, en donde se ha ido transformando a los protagonistas de las luchas políticas en dolientes, y por esa vía los ha despojado de su fuerza política. Por tanto, su problematización tendría por tanto que ser capaz de devolverles el lugar de actores y actrices sociales” (2018, p. 495).
Las puntualizaciones anteriores pueden ser consideradas a partir del debate abierto respecto a la necesidad de dotar de nuevas nociones y definiciones políticas a la subjetividad de víctima debido a sus exigencias por salir del lugar que les asigna el reconocimiento institucional como sujetos dolientes, pasivos, carentes de acción y asistidos/as de forma individual que restringe el alcance colectivo y comunitario de la violencia y sus resignificaciones. Si la víctima emergió con un carácter de alegato frente a la configuración de un orden social represivo y violento que les negó la condición de sujetos sociales y políticos, dentro de los procesos trasnacionales y de postconflicto, las víctimas han alegado que se les continúa asignando un lugar subalterno y que se excluye de los relatos oficiales las perspectivas políticas que pudieron haber ostentado y las que defienden en el presente, en parte, porque no son particularmente afines a las elites o a los proyectos pos-autoritarios. Proceso de exclusión que Gabriel Gatti (2011, p. 102) reconoce como de despolitización en el proceso de categorización, en donde el/la sujeto víctima se constituye a partir de las políticas públicas que buscan actuar y conducir sus subjetividades para remover todo lo indeseable a los ojos de la gubernamentalidad o a partir de su agencia que resiste y se opone a estos procedimientos.
Por otra parte, el que las víctimas reconozcan este entramado que los subalteriza, les permite replantearse el cómo se han performado subjetivamente y reconocer los poderes, dispositivos y tecnologías que han actuado sobre ellos/as, orientando reflexiones y prácticas que constituyan nuevas subjetividades, pasando de lo individual a lo colectivo, de la pasividad a la agencia, del trauma al trabajo de memoria, en suma, reconocerse como individuos y colectividades con conciencia de los procedimientos que los someten, y utilizar dicha conciencia para organizarse y movilizarse. Esto es darse cuenta que pueden actuar, “pueden hacer algo y que el hecho violento no paralizó; aun cuando haya implicado la pérdida de un ser querido, la mutilación de una parte de su cuerpo o el padecimiento de algún tipo de tortura o violencia psicológica” (Delgado, 2011, p. 39). El mismo sufrimiento puede convertirse en factor que impulsa la organización y movilización para proponer otros sentido y orientaciones respecto a las políticas de reparación, e incluso, para emprender procesos en los cuales se van configurando otras subjetividades a partir, por ejemplo, de procesos de recuperación de memoria que les restituye lugar como sujetos históricos y como protagonistas de sus vidas.
A pesar de lo anterior, también es cierto como lo plantea el mismo sociólogo argentino y otros/as autores/as vinculados al proyecto de investigación “Mundo de Víctimas”, que las personas afectadas por acontecimientos trascendentales de violencia (es decir de carácter políticos) o por hechos más cotidianos no necesariamente vinculados al conflicto político, buscan y se organizan con el fin de conseguir reconocimiento social e institucional en tanto víctimas a pesar de los límites de la categoría (Gatti, 2016, 2017; Gatti e Irazuzta, 2017).
En el caso del propósito de la investigación realizada, lo importante fue no sólo reconocer este deseo, sino que intentar proponer un análisis sistematizado de al menos dos dispositivos (sobre un conjunto mucho mayor de los que actúan sobre los/las sujetos) en tanto procesos por los cuales las personas afectadas se constituyen y son constituidas como víctimas, y también, problematizar los mecanismos por los cuales se procede a identificar y clasificar a ciertos tipos de sujetos como tales, donde se producen procesos de selección, inclusión y exclusión.
Para el caso de Latinoamérica, el término de víctima comenzó a ser utilizado por las organizaciones de DDHH que surgieron en el marco de las violencias políticas de las décadas de 1970 y 1980, específicamente por la acción represiva de las dictadura del Cono Sur, como estrategia de denuncia ante los crímenes cometidos por éstas y sufridos por gran parte de los estratos sociales populares y colectividades políticas de izquierda. El concepto emergió como una manera de contrarrestar el régimen de invisibilización y criminalización de las dictadura y regímenes autoritarios, que por lo general justificaron sus acciones afirmando el carácter criminal o terrorista de los/as disidentes. Como señaló Piper, el denominarse como víctima, “resultó ser una manera de reivindicar su inocencia y denunciar el carácter arbitrario de la persecución que sufrían” (2018, p. 494-495). Sin embargo, no todos/as los/as afectados por la violencia política se sintieron representados con esta categorización, principalmente porque prefirieron ser reconocidos/as como actores políticos con una filiación decididamente revolucionaria. Aunque la consolidación institucional de la categoría de víctima para el Cono Sur aconteció en el trascurrir de los proceso de redemocratización hacia mediados de los años 1980 y durante toda la década de 1990, en paralelo con el auge de experiencias de recuperación y disputas por las memorias colectivas (Martínez y Silva, 2012). En otros casos en donde el régimen democrático no fue interrumpido pero si se produjeron derivas autoritarias que devinieron en expresiones de violencia política como en Colombia y México, la institucionalización de la categoría de víctima ha sido un proceso más tardío y fragmentado (Garza, 2017).
Análisis de casos: la violencia de Estado en el México priista y el Conflicto Armado Interno en Colombia.
La violencia de Estado en México fue una reacción al creciente descontento popular respecto a las condiciones sociales de vastos sectores de la población, tanto en el campo como en las ciudades. En las primeras por los anhelos de extender y profundizar la reforma agraria que hacia 1960 se había desacelerado, y en las segundas, por la acción de las clases medias que reclamaron más participación en la vida social, política y económica ante el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones. Además, se alegó contra la profunda contradicción económica y de las riquezas entre los sectores políticos y empresariales vinculados al PRI con el resto de la población que experimentó el empobrecimiento progresivo y sus tierras fueron perdidas a manos del gamonalismo cercano al PRI. La respuesta a este escenario fue la aparición de diferentes movimientos rurales campesinos, de trabajadores ferroviarios y otros sectores obreros, en torno a los gremios de la salud y de profesores normalistas y magisteriales, también surgió con fuerza a mediados de la década 1960 el movimiento estudiantil universitario, politécnico y a nivel de preparatoria.
Se caracterizó por el uso de la fuerza y la violencia política como un instrumento de represión ilegal que se ejecutó fuera de las normas que regulan la conflictividad social, al tiempo que el Estado mexicano cultivó una fachada de pacifismo, de legalidad en el ejercicio de su violencia, de constitucionalismo, impostando una apariencia de intachable respeto a la institucionalidad del orden político y social, aunque en el fondo practicó la deslegitimación e invisibilización de la guerrilla y de los movimientos sociales en tanto actor político con el cual se encontraba en disputa, tachándole en el discurso oficial un carácter criminal, antisocial o terrorista, sin agencia y por tanto sin ideología y proyecto político, volcando todos los aparatos de inteligencia y toda la violencia que puede ejercer el Ejército ante lo que internamente, en las esferas de poder del régimen de dominación priista, denominaron como subversión, independientemente de si se trataba de militantes de alguna organización armada o de alguna expresión de inconformidad social no violenta, todas reprimidas de igual modo, bajo este yugo de prácticas legales e ilegales debido la lógica del aniquilamiento del “enemigo interno” (Mendoza, 2011, p. 139; Díaz, 2018, p. 257-258). Por tanto, la violencia de Estado para el caso de México, se caracterizó por el ejercicio de la violencia política armada aplicada contra organizaciones revolucionarias y organizaciones de la sociedad civil que buscaron transformar la realidad política y socioeconómica del país, incluso en contra de periodistas o activistas que denunciaron las prácticas antidemocráticas del Estado (López, 2013, p. 58), al tiempo que se negó la existencia del mismo conflicto.
Ahora bien, entre los hallazgos respecto al sostenimiento en el tiempo del/la sujeto víctima, se han identificado diferentes temporalidades de construcción de la subjetividad de víctima entre los años 1968 y 2018, que dan cuenta de un desplazamiento paulatino desde una negación sostenida desde el régimen político autoritario del PRI respecto de las personas afectadas por la violencia política antirrevolucionaria y por la estrategia en contrainsurgencia, hacia el reconocimiento parcial y controvertido del/la sujeto víctima en la medida que se profundizó el proceso de transición a la mexicana.
En esta temporalidad se construyeron categorizaciones desde el dispositivo de Estado tales como la víctima “transeúnte inocente”, el/la “quejoso/a”, el/la “agraviado/a”, la víctima “doliente”, la víctima de la violencia por la acción represiva del Estado y la víctima en términos generalizados desprovista de especificidad histórica, las que buscan fijar a los sujetos desde ciertas posiciones específicas que contrastan con las categorizaciones y formas de construirse subjetivamente que las propias personas afectadas por las prácticas de violencia política efectuaron, (dispositivo de autorreconocimiento) reconociéndose estas como víctimas ya sea en la especificidad de la forma en que se ejerció la violencia política (es decir como preso/a político, familiar de desaparecido/a, torturado/a, etc.), con mayor o menor reconocimiento de sus politicidades y agencias, con reconocimiento también de sus dolencias y nombrándose a sí mismas como víctimas desde fines de la década de 1980.
En ese sentido, el/la sujeto víctima inicialmente fue referenciado desde la tecnología política del discurso presidencial como un “transeúnte inocente” o una persona común y corriente, “mexicano de buen vivir, trabajador, patriota”, afectado por el accionar de “bandas criminales” representadas por los movimientos sociales que plantearon transformaciones al orden político y social existente, para luego extender esa representación a las “víctimas” del terrorismo, bandolerismo o de la subversión representada por las organizaciones armadas de izquierda, siendo con ello criminalizadas.
Mientras que en términos generales, las organizaciones de la sociedad se caracterizaron por agruparse para saber de sus familiares, en la defensa de los DDHH y luchar contra las prácticas de represión y su ocultamiento, resistiéndose a la negación de la violencia política estatal y a la falta de reconocimiento de las personas afectadas por esta. Estas organizaciones intentaron desmontar la historia oficial y el régimen discursivo impuesto tempranamente por el Estado reivindicando el punto de vista de las personas afectadas por la represión, en tanto sujetos dañados pero con activismos (no necesariamente revolucionarios), lo que les valió en ocasiones la antipatía de una parte significativa de la organizaciones revolucionarias como lo expresó la Liga Comunista 23 de Septiembre, el Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo y el Comité Coordinador de Comités de Lucha, quienes se autorreconocieron como combatientes no como víctimas.
Lo señalado sintetiza la dualidad de imaginarios con los cuales se construyen dos mundos sociales opuestos a partir de la racionalidad de Estado y de las primeras organizaciones surgidas en México, donde habitan configuraciones de sujetos precisas y antagónicas que permiten la creación del “enemigo político” mediante un proceso de presentación-suplantación (Ovalle, 2013, p. 231), es decir, la presentación en el espacio público de la disidencia como un sujeto eliminable debido a sus actos criminales “sin orientación”, concertados de manera sediciosa con “la penetración roja cubano-soviética” o “conjura comunista internacional” (Sánchez, 2006, p. 127-128). Y por otro lado, la construcción que realizan los/as familiares de los/as afectados/as por la estrategia represiva del régimen, primero como sujetos dolientes y después como actores comprometidos con ideales de transformación social.
El Estado mexicano desde el llamado “gobierno de alternancia” del año 2000, implementó diferentes políticas para dar reconocimiento histórico de los actos de violencia política y posibilitar mecanismos de reparación. En ese sentido se publicó un informe sobre la Guerra Sucia por el CNDH que dio origen a la recomendación 27/2001, al tiempo que en el año 2002 se acordó la creación de las Fiscalía Especial para los Movimientos Sociales y Políticos (FEMOSPP) que entregó entre gallos y medianoche su Informe Histórico. Lo importante a señalar, saltándome todas las controversias, es que en estos documentos se efectuó una primer reconocimiento de carácter histórico a las personas afectadas las que fueron categorizadas como víctimas de la actuación represiva debido a sus opciones políticas. Aunque tempranamente estos reconocimientos se diluyeron en los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, al aplicarse mecanismos en los cuales las particularidades históricas quedaron subsumidas a una conceptualización ahistórica de las víctimas, como ocurre en el documento jurídico-normativo de la Ley General de Víctimas de 2013. Aunque hubo experiencias que buscaron restituir el carácter histórico como el Informe de la Comisión de Verdad del Estado de Guerrero (ComVerdad) de 2014.
Mientras que en la misma temporalidad y desde la década de los años 1990, el análisis del dispositivo de autorreconocimiento muestra que se produjo un fuerte reafirmamiento de las posiciones de sujeto con las cuales performaron la situación de daño, reconociéndose principalmente como actores y actrices políticos con capacidad de incidir en el escenario político nacional, además de asumir la inocencia de todas las víctimas independientemente de su participación política.
Por otro lado, el Conflicto Armado Interno en Colombia, ha sido un enfrentamiento entre diferentes actores irregulares de izquierda, el Estado y otras tantas organizaciones paramilitares de derecha con vínculos en el narcotráfico, que ha desangrado el país desde la década de 1960 hasta el presente. Algunas de las causas del Conflicto han sido la disputa por el control de la tierra, principal fuente de las marcadas diferencias económicas entre las clases dominantes latifundistas frente a la población campesina, en un contexto de implementación de un modelo de desarrollo anti-campesino que privilegió la inversión de los grandes capitales. También destacó la debilidad del Estado y su cooptación por las elites, la dificultad de éstas para crear una identidad nacional fuerte que cohesionará al conjunto de la sociedad sobre la base de un proyecto de modernización capitalista inclusivo (Senior, 2015; Padilla, 2016). Además, desde muy temprano se desarrolló una cultura de la violencia en torno a la exclusión en la participación política impulsada por las elites de manera autoritaria y centralizada, resistida por sectores de la sociedad, acentuada por el contexto global que legitimó el ejercicio de la violencia como forma de dar resolución a la disputa sociopolítica, primero en el contexto de Guerra Fría, y después, por las políticas antinarcóticos de los Estado Unidos (Yaffe, 2011). Y finalmente, ya desde los años ochenta, por el poder corruptor y por la compleja relación de cooperación-conflicto entre el narcotráfico, sectores del Estado y las diferentes organizaciones armadas.
Los principales hallazgos han sido identificar categorizaciones precisas elaboradas sobre los/as sujetos afectados/as por la violencia política, tales como “rehabilitado” en tanto “damnificado”, “víctimas de la subversión”, “reinsertado”, “sociedad civil inocente”, “victimas del terrorismo”, y la dualidad construida por el uribismo en cuanto a “víctimas buenas o inocentes” por sobre las otras “no-victimas sospechosas” de ser violentistas o guerrilleros, hasta llegar a la categorización más abarcadora producida por el GMH y en los Acuerdos de Paz con las FARC-EP en 2016. Mientras que desde el dispositivo de autorreconocimiento, los principales hallazgos han sido identificar categorías de sujeto como “militantes víctima” y “pueblo víctima” esto entre las décadas de 1970 y 1980. Otra categorización que desde la década de 1990 resaltó un carácter menos militante, validándose como “víctimas inocentes de la sociedad civil”. Y finalmente, un nuevo proceso en el que las víctimas actúan mediante la denuncia pública desde el lugar de militantes de organizaciones sociales y activistas en DDHH, desmarcándose paulatinamente del debate sobre la inocencia de las víctimas porque se planteó que entrar en ese debate conllevaba a la criminalización y a la justificación de la represión contra otros individuos y colectivos.
Lo principal a destacar es que en gran parte de la temporalidad analizada primó una referencia subjetiva que se centró en el “daño”, “sufrimiento” e “inocencia”, estableciéndose los reconocimientos de manera paulita. En base a eso se produjo una división tajante en los procesos de reconocimiento y clasificación de víctimas y en los procesos de exclusión y silenciamiento que dan forma histórica a los regímenes de visibilización y a los regímenes de ocultamiento. En las tecnologías políticas de Estado el/la afectado/a, rehabilitado/a, reinsertado/a o víctima no podía ser un actor o actriz armado/a o insurgente, mientras que para las tecnologías políticas de las agrupaciones de la sociedad, al principio lo que prevaleció fue el reconocimiento de la militancia política para luego hacer más abarcadores sus reconocimientos en la medida que en Conflicto Armado se extendió en 1990.
Si desde el Estado se habló de “Víctimas de la Subversión”, a partir de 1973 la primera organización de solidaridad con Presos Políticos (el Comité Solidaridad con los Presos Políticos), empezó a definir a los/as sujetos afectados por la violencia política primero como “Militantes-Víctimas”, resaltándose el carácter militante y como luchadores/as en las transformaciones sociales y políticas frente las injusticias del Frente Nacional y el orden oligárquico , construyéndose una subjetividad marcada por la acción política de quienes fueron apresados/as, torturados/as, ejecutados/as y desaparecidos/as. Y otra perspectiva de sujeto que he denominado como “Pueblo-Víctima”, en donde se reconoce al conjunto del pueblo colombiano como víctima del sistema político de dominación y de las condiciones económicas capitalistas de miseria y explotación, desde una lectura de interpretación socialista de la realidad nacional. Así, la principal posición de sujeto quedó articulada en relación a la identidad militante de quienes fueron afectados/as.
Ahora bien parece haber una cercanía entre la utilización de la categoría de víctima y las posiciones de sujeto que de esta se desprenden durante el periodo que transcurre entre 1990 al 2000, en el cual en/la sujeto víctima es referido en el dispositivo estatal como aquel o aquella persona inocente dañada en el Conflicto Armado Interno sin participar en él quedando atrapada (aunque principalmente por la actuación “terrorista” e insurgente de los grupos armados); y desde la organizaciones de la sociedad, en tanto víctimas de la sociedad civil pero sin resaltar mayormente la militancia.
De manera contraria, durante el urbismo (2003-2010) se restringió el reconocimiento de sujetos víctimas sólo a lo que la Política de Seguridad Democrática y la Ley de Justicia y Paz reconoció en tanto personas afectadas por el actuar de los Grupos Armados Ilegales (GAI) o al margen de la Ley, negando cualquier responsabilidad del Estado. Las víctimas por tanto lo fueron del terrorismo, donde se promovió una posición de sujeto y categoría con una visión de “pureza” e “inocencia” de los/as sujetos reconocidos, que los buscó performar como actores y actrices despolitizados/as, en personas comunes y corrientes sin mayores agencias, quienes fueron blanco del accionar violento y criminal del terrorismo. Sosteniéndose una dualidad entre supuestas “víctimas buenas o inocentes” y otras “no-victimas sospechosas” de colaborar con el terrorismo.
Ya hacia el final del mandato de Uribe, el surgimiento del Grupo de Memoria Histórica y más tarde de la Centro Nacional de Memoria Histórica, generó un punto de emergencia en cuanto al sostenimiento en el tiempo del/la sujeto víctima, permitiendo la emergencia de unas posiciones de sujeto mucho más abarcadoras, pasando por alto el binomio entre inocencia y sospecha, reconociendo al Estado como uno más de los agentes involucrados en las violaciones a los DDHH y dando visibilidad, voz e imagen a un conjunto de sujetos víctimas como personas pertenecientes a la comunidad LGTBIQ+, comunidades afrocolombianas, comunidades indígenas, pobres urbanos y campesinos, y otros pueblos.
Finalmente, desde las organizaciones de la sociedad y de víctimas se respondió al urbismo mediante el fortalecimiento de unas posiciones de sujeto que se alejó de las categorizaciones basadas en el dolor y sufrimiento o en el alegato de las víctimas en su inocencia para autorreconocerse y centrar las posiciones de sujeto en otras perspectivas políticas.
Conclusiones:
Es posible que los/las sujetos son producidos históricamente por una red de dispositivos que los enactan y que configuran el orden social que posibilita su surgimiento, permite comprender el sostenimiento en el tiempo del/la sujeto víctima desde un enfoque de larga duración, identificando la compleja trama de sucesos que hicieron posible que en un momento se categorizará de tal o cual forma proponiéndose los sentidos sobre el sujeto y desde allí constituyéndolo. Es por ello que, el presente ejercicio contribuye a desnaturalizar las perspectivas de sujeto que se han institucionalizado desde los dispositivos de Estado y que han buscado hacer significante las experiencias de violencia política, inclusive a costas de las propios procesos de subjetivación efectuadas por las personas afectadas por esos hechos.
Ha sido demostrable tanto para los casos de la violencia de Estado en México como del Conflicto Armado Interno en Colombia, que los sujetos son construidos históricamente tanto por un poder exógeno a ellos mismos, en tanto relaciones de saber- poder para un época determinada que promueven sentidos y formas de ser que son reiteradas, como por la propia acción política y las agendas de los/las sujetos, en su lucha por hacerse visibles y contrarrestar los efectos negativos que la violencia política tienen sobre el/ella.
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Palabras clave:
Genealogía de dispositivos, violencia política, Conflicto Armado Interno, Violencia de Estado, víctima, sujeto.
Resumen de la Ponencia:
Como parte de un proyecto más amplio titulado “La exploración geográfica de San Cristóbal de las Casas·”. Se analizaría la percepción que tienen los ciudadanos de San Cristóbal d sobre la violencia e inseguridad, las cuales se han incrementado últimamente debido a varios factores. Nuestro interés se limita a explorar lo que algunos ciudadanos perciben al respecto y no tanto profundizar en causas o consecuencias. Sin embargo, puede ser un buen inicio para la implementación de acciones y medidas. Por otra parte me interesa analizar la “respuesta” de los ciudadanos, que implica carteles también violéntenos como uno que dice: “Cuidado. Ladrón atrapado será garroteado. Vecinos vigilando".Dejo fragmento de entrevistaEntrevistador: Hola cómo estás oye te pido un favor necesito entrevistar a alguien sobre la inseguridad y la violencia en san cristóbal entonces sentí que. quería que me dijeras algo así como general cómo percibes la violencia en la seguridad de tu sona cuáles consideras que son los las zonas más peligrosas y. los horarios que tienen más temor o o si te ha pasado algo en la familia o conocidos puedes mandármelo en unos dos o tres audio si quieres simplemente déjate llevar por lo que piensas y sientesEntrevistada: ok en san cristóbal de las casas bueno se ha vuelto una ciudad insegura más que nada conflictiva o esto qué bueno siempre en la zona norte sea considerado una de las zonas más problemáticas de la ciudad más que el sur del sur sea considerado por ser un poco más calmado zona centro y sur pero. Bueno yo así como vivo en la zona norte de la ciudad si se siente un poco la inseguridad en la cual tienes que esté bueno caminar a ciertas horas de la noche ya se. qué groso por ejemplo como las nueve y media a las nueve ya se torna algo peligroso las ocho todavía puedes ver familias caminando y tranquilos de las tiendas aquí. Al norte pues sí este todavía siguen abiertas a esa hora pero ya las nueve y media ya están cerradas lo que es bodega Aurrerá y bueno Destilados del norte hay muy muy pocos que se puede contar por lo mismo de que han tratado de este de podría decirse saqueado han tratado de saquear o han saqueado las tiendas entonces podemos encontrar muchas tiendas a la zona sur pero aquí al norte es como que muy contadas pero si la gente es amable la verdad no puedo quejarme es decir no son muy groseros esto la familia no nos han hecho. casi ningún daño pero este sí sí ha habido esté ultimadamente un poco más de inseguridad de en lo que es zona norte norte.Resumen de la Ponencia:
Nesta comunicação busco pensar o cinema e seus imbricamentos políticos, por meio de produção do imaginário e memória, a partir do filme Bacurau (Mendonça e Dornelles, 2019) e o contexto brasileiro; atualmente um governo de extrema direita, que aponta para recolonização e subalternização internacional e ataca o cinema nacional. Evidencia-se uma arena em que os sentidos de povo e da história brasileira estão em ampla disputa. O imaginário e as formas de representar são questões essenciais para a ideia de nação, principalmente se admitirmos a noção de comunidades imaginadas e Benedict Anderson (2008). Aqui, junto a noção de memórias subterrâneas (Pollak, 1989) à ideia de nações enquanto comunidades imaginadas (Anderson, 2008) e a visão do cinema como produtor de memórias e imaginários. Compreendo Bacurau na trilha dos cinemas nacionais do terceiro mundo, puxando um debate que foi central para o Cinema Novo brasileiro que é a ideia de povo, em uma reapropriação do cinema enquanto arma anticolonial, formulando uma estética da resistência (Stam; Shohat 2006) nas disputas de imaginários e memória nacionais. Por fim, vemos em Bacurau que a “dominação política requer a definição da história e da memória” (ZAMBRANO; GNECCO, 2000, p.12), e os subalternos e dominados estão ativamente nessa luta. Bacurau foi produzido enquadrando memórias de insubordinação, que buscam produzir outras imagens do país. O povo em sua diversidade é o ponto de resistência heroica do filme, trazendo um horizonte utópico onde podemos alimentar nossa imaginação política para disputar as representações de identidades nacionais mais plurais, ou, quem sabe, como diria Appadurai (1997, p.33), imaginar para chegar além da nação.
Introducción:
Bacurau (2019) é um filme brasileiro dirigindo por Juliano Dornelles e Kleber Mendonça Filho. É um filme pernambucano, filmado no Sertão do Seridó do Rio Grande do Norte, acaba por ser compreendido como o apogeu de um momento muito frutífero do cinema nacional.
A exemplo de o filme ter ganho o prêmio do júri no 72 Festival de Cannes, e mesma edição o filme A vida invisível de Eurídice Gusmão (2019)dirigido pelo cearense Karim Ainouz arrematou Un Certain Regard prêmio de uma mostra paralela ao festival. Houve um período de 57 anos para que o Brasil voltasse a protagonizar um dos maiores festivais de cinema do mundo, o que indica o momento de visibilidade da produção nacional.
Este momento de reconhecimento não aconteceu por mágica, mas é fruto de todo um processo de fomento do cinema independente que ocorreu nos últimos 20 anos, que acabou por furar barreiras de público e mercado, começando a criar um nicho específico onde essas produções autorais pudessem circular de forma mais abrangente.
“Em 2001, o Brasil possuía 1.620 salas de cinema, com 30 filmes brasileiros lançados. Já em 2019, último ano antes da pandemia, foram lançados 153 longas-metragens brasileiros, num mercado com 3.496 salas” (Ikeda, 2022)
A revista Cahiers du Cinéma ajuda a legitimar o amadurecimento dessa produção trazendo, em sua edição do mês de setembro de 2019, um número especial sobre o cinema brasileiro organizado pelo crítico, membro do conselho de redação da revista e professor de cinema na Universidade Paris 8, Ariel Schweitzer. Este considera essa nova geração de cineastas brasileiros a melhor “desde o cinema novo e os chamados marginais” (Schweitzer como citado em Araújo, 2019). Os ano de 2019 marcou a produção cinematográfica brasileira, que estava produzindo e circulando uma quantidade inédita de filmes, rompendo as barreiras de grandes produtoras como a Globo Filme, ou, obrigando-as abraçar uma diversidade maior de filmes, o que reflete na construção e representação de uma identidade nacional mais diversa e plural para o cinema brasileiro. A descentralização das produções do eixo Rio – São Paulo, por exemplo, cria uma veia mais diversa para a produção nacional e por isso mesmo chama a atenção do mundo. Mas esse momento profícuo foi gestado em coletivos de cinema independentes, e vem de uma série de políticas públicas que começam na década de 90 e culminam nos anos 2000 como a criação da Agência Nacional de Cinema (ANCINE)- e a criação do Fundo Setorial do Audiovisual (FSA). E, logo agora, em seu momento mais diverso, o cinema nacional passa a sofrer severos ataques do governo federal.
O Brasil vive desde 2018 em um governo de extrema-direita, ultraliberal, rentista e neoextrativista com orientação recolonizadora em pró dos Estados Unidos (Gomes & Mascarenhas, 2020; Albuquerque & Oliveira, 2021), onde os poucos avanços progressistas que iam em torno de uma independência nacional e de uma democratização das instituições estão sendo rapidamente retrocedidos. Essas mudanças, vem direcionando o país a um processo de recolonização e subalternização internacional, ao mesmo tempo que intensifica o colonialismo interno, fortificando fronteiras hierárquicas nacionais, que possuem fundamentos étnicos, econômicos, culturais e funcionam a partir de mecanismos de controle análogos aqueles usados pela lógica do colonialismo histórico (Casanova, 2007).
Neste contexto, antevejo, no que se refere aos ataques ao cinema nacional, um processo de destruição de uma identidade imagética reflexiva e plural que esse cinema vem buscando proporcionar. Em seu lugar, emerge de uma construção monolítica, conservadora, daquilo que viria a ser o corpo e sujeito nacional válido e passível de direitos, construído de forma massiva por imagens, áudios e textos que produzem uma ideia de cidadão do bem e um sentimento de unidade em torno deste cidadão (Bosatti, 2020). Este jogaria para a exceção todos os outros, em uma lógica hierárquica de dominação que configura a colonialidade do poder, que é “um dos elementos constituintes do padrão do poder capitalista” (Quintero, 2018). Essa colonialidade sobrevive ao fim das colônias históricas se perpetuando enquanto mecanismos de controle e subalternizações locais, internacionais e translocais ao Estado-Nação.
Desarrollo:
Nesta pesquisa o cinema é compreendido como produto de relações sociais que compreende uma conjuntura sociopolítica específica e um modo de produção que o Jonathan Beller (2003) vai chamar de modo de produção cinemático; que por sua vez incorpora a modernidade e seu modo de produção industrial na relação mesma entre espectador e imagem. Observa-se que no contexto de produção do capitalismo tardio essa relação opera junto à mídias paralelas ao cinema (televisão, computadores, internet, vídeo) enquanto ‘fábricas desterritorializadas” (Beller, 2003, p.91) onde o espectador trabalha performando ele próprio as imagens e agregando valor a estas. Nesse processo o espectador passar a ser ativo, trabalhando com e nas imagens, enquanto produtores de fetiches e imaginários, ajudando assim na ascensão de um mundo pautado nas visualidades. Surge então uma nova forma, uma forma cinemática de tratar o imaginário. E o imaginário, as formas de representar são questões essenciais para a ideia de nação, principalmente se admitirmos a noção de comunidades imaginadas e Benedict Anderson (2008).
De tal forma a produção de sentidos de unidade, povo e temporalidade a partir dos símbolos nacionais é permeada pela reprodutibilidade técnica (Anderson, 2008), que produz e reproduz imagens, textos e sons em larga escala sobre determinados territórios ajudando a formar maneiras coletivas de representar e experenciar o mundo.
Maurice Halbwachs (1920) irá pontuar o caráter sociológico e coletivo da memória, ligando as memórias individuais à acontecimentos históricos ou coletivos e vice versa, onde:
A primeira se apoiaria na segunda, pois toda história de nossa vida faz parte da história em geral. Mas a segunda seria naturalmente bem mais ampla que a primeira. Por outra parte, ela não nos representaria o passado senão sob uma forma resumida e esquemática, enquanto, que a memória de nossa vida apresentaria um quadro bem mais contínuo e mais denso (Halbwachs, 1920, p.55)
Dessa forma, Halbwachs pontua uma base referencial comum que estrutura nossa memória individual, ao mesmo que a reinsere na memória coletiva. Halbwachs seguindo método durkheimiano, pensava na memória coletiva como uma produtora de solidariedade social, “fundamental para os sentimentos de pertencimento e o estabelecimento de “fronteiras socioculturais”, sendo responsável pela coesão social e a partir de uma comunidade afetiva, tendo a memória nacional enquanto a forma mais bem acabada da memória coletiva (Pollak, 1989, p.3).
Pollak (1989), irá reconhecer a importância de uma visão imbricada entre memória coletiva e memória individual e da importância destas para a produção de identidade e do Estado-Nação. Mas a partir de uma visão construtivista da memória coletiva faz uma crítica ao Halbwachs, buscando compreendê-la através dos atores sociais e dos processos que compõe as memórias coletivas. Desta forma irá centrar seus interesses de pesquisa no conflito e não na coesão, naquilo que está à margem tencionando a memória coletiva, que aqui vou chamar de memória nacional. Essa memória, que Pollak chama de subterrânea, torna a memória nacional um campo de constante disputa, construção e reinterpretação.
Nesse sentido, para fins de argumentação deste ensaio, soma-se às discussões de Pollak sobre memórias subterrâneas a ideia já apresentada de nações enquanto comunidades imaginadas (Anderson, 2008) e a visão do cinema como produtor de memórias e imaginações, inclusive, segundo o sociólogo francês o filme seria a forma mais bem acabada para a captação de emoções e lembranças enquanto confecção de objetos de memória: “donde seu papel crescente na formação e reorganização, e portanto no enquadramento da memória, ele [o filme] se dirige não apenas às capacidades cognitivas, mas capta as emoções” (POLLAK, 1989, p.11). Creio que aqui Pollak se refere a capacidade de criar projeções-identificações do cinema, o que é justamente o componente, que Edgar Moran (2014) identifica como mágico, como corporificador da ilusão do espectador, e, por que não, do cineasta.
Assim, o cinema é entendido com uma arma indispensável nas disputas pelos imaginários, na construção de memórias coletivas, memórias de resistência. Também é visto enquanto a forma artística símbolo da modernidade e do novo sendo logo incorporada como um produto de dominação cultural que é central para a perpetuação da noção de americanidade (Quijano & Wallerstein, 1992) no século XX e XXI, reproduzindo o American way of life para praticamente todo o mundo a partir de Hollywood e seu grande aparato industrial cinematográfico, que entrou abertamente em disputa com outros cinemas nacionais, muitas vezes atrasando e dificultando seu desenvolvimento e uma disputa totalmente desigual.
Como a exemplo do cinema inglês que em 1940 teve a quota de filmes locais exibidos nos cinemas da Inglaterra aumentadas pelo governo britânico, o que significava irremediavelmente uma diminuição de salas ocupadas pelo cinema americano. Hollywood respondeu com um boicote aos cinemas da Grã-Bretanha cortando a exibição de seus filmes por lá, a indústria nacional não conseguiu dar conta da demanda e muitos cinemas ameaçavam falir, obrigando o governo a retroceder, tornando a industrial local totalmente dependente dos EUA (Wollen, 1996).
O padrão que cinema hollywoodiano impôs aos outros cinemas no mundo funciona como mecanismo de colonização eurocêntrica. As indústrias nacionais tendiam a tentar reproduzir tal padrão em seus filmes por meio de uma estética que não condizia com a realidade da produção local, bem como as narrativas. Nesse sentido Peter Wollen (1996) faz uma distinção entre indústria nacional e cinema nacional, a indústria nacional engolida e colonizada por Hollywood, pautada pela homogeneidade, não seria a representante do cinema nacional que por sua vez abrangeria toda uma diversidade de forma e histórias absorvendo aí uma própria noção plural de povo.
Dessa forma compreendemos as disputas empreendidas pelos sentidos e produções das imagens no cinema a nível local e global, com relação tanto a um colonialismo interno quanto a uma resistência a americanidade (Quijano & Wallerstein, 1992) e ao eurocentrismo.
Há assim nos cinemas nacionais do terceiro mundo uma re-apropriação do cinema enquanto arma anti-colonial, formulando uma estética da resistência (Stam & Shohat, 2006) tanto local quanto global nas disputas daquilo que seria o povo, o sujeito e a própria nação. Isso inserido numa disputa do cinema nacional vs a industria nacional do cinema que reflete o campo da colonialidade do poder em relação a formas de dominação hierarquizadas, etnocentradas que estavam no colonialismo histórico e são continuadas no Estado-nação independente, e que através do esvaziamento de sentido e temporalidade mobilizam símbolos nacionais para implementar questões muitas vezes anti-nacionais, o que não é novidade já que o Estado-Nação foi ele próprio construído na esteira institucional deixada pelas velhas colônias (Anderson, 2008).
O cinema autoral no Brasil é construído a partir do Cinema Novo, que faz uma refuncionalização, ou seja, “uma transformação de formas e instrumentos de produção por uma inteligência progressista” (Bretch como citado em Benjamin, 1992, p. 127) do conceito de autor. Essa ressignificação se deu a partir do imbricamento entre noção de autoria e um cinema político e, na medida do possível, independente, que vai pautar a construção de um cinema de autor nacional anti-industrial e anticolonial.
Assim o autor-cineasta no contexto periférico de uma produção crítica acaba assumindo um discurso contraventor e político (Coutinho, 2018). Seja, esteticamente falando, ao transformar a precariedade em potência estética; seja na postura mesma do cineasta, visto como como uma figura atuante cultural e politicamente na sociedade. Ambas às formas são muito bem acabadas nos filmes e na figura de Glauber Rocha, um dos principais expoentes do Cinema Novo.
O movimento nasce da reflexão politica de jovens críticos e cineastas que queriam mudar o mundo e que buscavam produzir em resposta a dominação imperialista dos EUA à América Latina. Em oposição a essa dominação colonialista, queriam construir um cinema nacional popular, independente economicamente, que refletisse e pensasse as questões da realidade brasileira. Para isso, “buscavam apresentar novas imagens do Brasil fundamentadas na figura do povo”, uma estética do terceiro mundo (Figueirôa, 2021).
Essa busca por construir novas imagens do país em uma estética não colonizada e popular passa por revisões críticas e teóricas. A primeira delas no pós golpe militar, onde em 1967 com Terra em Transe Glauber Rocha busca compreender através de alegorias onde a esquerda havia errado. Deixando um certo otimismo e didatismo épico de Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964), escancara as contradições de um terceiro mundo em transe (Pierre, 1996), de um artista que quer mudar o mundo e se mostra incompreendido pelo público e ao mesmo tempo depende do financiamento de bancos para o empreendimento de seu projetos artísticos revolucionários.
Glauber transita dialeticamente entre a estética da fome (1964) e a estética do sonho (1971), mas sempre pensando o cinema nacional como uma arma política anti-colonial e anti-imperialista. O diretor busca repensar a própria atuação de um cinema político e a possibilidade de uma construção popular do mesmo, a relações entre arte e revolução. Segundo ele, “A arte revolucionária foi a palavra de ordem no Terceiro Mundo nos anos 60 e continuará a ser nesta década, acho, porém, que as mudanças de muitas condições políticas e mentais exige um desenvolvimento contínuo dos conceitos de arte revolucionária” (Rocha, [1971] 1996, p.135).
Em todo caso, o Glauber Rocha, figura central no Cinema Novo, era totalmente consciente do papel político do cinema na construção de representações e memórias coletivas, trazendo o passado para o presente de forma latente. Pois, “o que está em jogo na memória é também o sentido da identidade individual do grupo” (Pollak, 1989) de uma nação. Valorizando paisagens e tipos populares brasileiros, mostrando a fome e o subdesenvolvimento enquanto potência estética para devorar o primeiro mundo e sair do lugar de subalternização:
(...)uma estética da violência antes de ser primitiva [é] revolucionária, eis aí o ponto inicial para que o colonizador compreenda a existência do colonizado: somente conscientizando sua possibilidade única, a violência, o colonizador pode compreender, pelo horror a força da cultura que ele explora. (Rocha, [1965] 1996, p.129)
Bacurau é constantemente remetido pela crítica à tradição cinema novista (Bentes, 2019; Suppia 2020; Fagundes 2019; Soares, 2020), a exemplo de um retorno e valorização de uma ideia de popular, do uso de atores não profissionais e de alegorias para expressar uma realidade subalterna nacional. Para Ivana Bentes (2019) o filme traça relações entre a Eztetyka da Fome e a Estética do sonho, de Glauber Rocha, em uma construção autoral que é feita no embate ao colonialismo, carregando as imagens de alegorias sangrentas. Uma violência/resistência - “Foi preciso um primeiro policial morto para que o Francês reconhecesse o Argelino” (Rocha, [1965] 1996, p. 129) - própria da fome, do apagamento daqueles que são explorados e jogados à margem do capitalismo.
Em Bacurau não há figurantes. Melhor dizendo, os figurantes tomam a cena, “fazendo das imagens o lugar comum das imagens do povo” (Didi-Huberman, 2017, p. 28). Há um enquadramento constante e privilegiado nos rostos das habitantes do povoado independente de ser a Sonia Braga ou um ator desconhecido, morador local da cidade de Barra. Os únicos tipos estigmatizados e descentrados, desprivilegiados imageticamente e narrativamente seriam as personagens estrangeiras. Eleva-se assim o povo e o povoado como personagem heroica e central e os americanos enquanto antagonistas bárbaros e estereotipados, gerando uma inversão política na forma como as imagens e representações são construídas no cinema hegemônico.
Pensando então Bacurau através do seu papel enquanto representante de um cinema nacional, herdeiro do Cinema Novo, que vem galgando cada vez mais espaço entre os espectadores do país e criando uma representação desse cinema para o mundo, a partir das imagens e alegorias que cria tanto para a situação política cultural do país quanto para o povo brasileiro, tentando abrangê-lo em uma imagem plural e desierarquizada. Gostaria de pontuar o lugar desse filme na disputa de memórias e imaginários pela ideia de nação e cidadão empreendida pelo governo do presidente Bolsonaro e sua fábrica de vídeos e imagens no geral, que circulam nas mídias móveis formando uma ideia de cidadão de bem e brasileiro.
O filme:
Bacurau é um povoado sertanejo fictício em um futuro despótico, não tão distante assim, onde execuções ocorrem oficialmente em praças públicas na cidade de São Paulo e são transmitidas pela televisão.
O povoado se encontra claramente à margem do país, esquecido por qualquer tipo de política pública, a exemplo da personagem que retorna a Bacurau para o enterro da avó trazer consigo vacinas e medicamentos que de outra forma não chegariam ao lugar. Mesmo o prefeito da cidade, cujo vilarejo é anexado, é capaz de negociar com as personagens sudestinas que auxiliam os estrangeiros em seus planos de extermínio do lugar.
O filme se inicia com a morte de sua matriarca, não a toa interpretada pela cirandeira Lia de Itamaracá, que representa uma força da cultura popular e por ter tais questões tão marcada no seu corpo e na sua biografia acaba por trazer tal força na representação de seu papel.
Figura 1 Frame do filme Bacurau, onde todo o povoado segue para o cemitério, no cortejo do enterro de dona Carmelita.
Após o enterro, os moradores de Bacurau descobrem que a localidade foi apagada do mapa, o que a crítica Stéphane Delórme chamou de sadismo cartográfico, no sentido de um tipo de crueldade que começa com um extermínio territorial, um povo sem território delimitado num mundo de Estados-Nação fica fora do guarda-chuva de diretos, passível a assentamentos, campos de concentração e extermínio como o é o caso dos palestinos na Faixa de Gaza. Mas a unidade de Bacurau não é restrita a fronteiras imaginadas, e a partir de tal apagamento as pessoas se unem mais para enfrentar a onda de violência que os espera.
Culminando na invasão do povoado por ‘gringos’ advindos dos EUA que participam de uma espécie de reality show macabro, onde os participantes matam pessoas que são justamente aqueles considerados involuntários da pátria (Viveiro de Castro, 2017), ou o excedente humano do modelo capitalista, tendo enquanto adendo ao fetiche do terror o uso de armas antigas apreciadas por colecionadores.
Os “gringos” são auxiliados em seu empreendimento macabro por sudestinos, que inseridos nos mecanismos do colonialismo interno se veem de forma superior aos conterrâneos brasileiros, que então seriam considerados de uma raça ou cultura inferior. É interessante a forma como o filme deixa expressa os mecanismos da colonialidade do poder que está sempre subalternizando, inferiorizando e até desumanizando os Outros para engendrar dispositivos de dominação, seja forma coerciva ou cognitiva. Por exemplo, o prefeito que negocia o vilarejo para os gringos praticarem sua barbaridade como se o lugar e seus habitantes fossem uma parque de diversões, os sudestinos que se sentem superiores aos moradores de Bacurau e se identificam com os americanos, que por sua vez se veem radicalmente diferentes e superiores aos sudestinos, deixando claro para estes segundos antes de matá-los, que eles não são iguais.
A população da cidade se une em toda sua pluralidade para se defender dos invasores, inclusive com a volta de moradores que não mais vivam ali, mostrando que não é tão fácil assim destruir o povo unido de Bacurau. Segundo Ivana Bentes (2019), Bacurau instaurou um laboratório pós-colonial, mostrando estratégias de resistência de autogestão, para sobreviver e criar o novo à margem de um capitalismo em crise o qual impõe sua governamentalidade pautada em uma necropolítica (Mbembe, 2016).
Resiste a partir de uma crítica à modernidade, que é pensada de forma inseparável do colonialismo, do racismo para a formulação um sistema mundo capitalista ao mesmo tempo causa efeito da americanidade (Quijano & Wallerstein, 1992).
Modernidade, cujo potencial destruidor e bárbaro é demonstrado fora da Europa muito antes dos horrores do holocausto na Segunda Guerra, onde, sob a luz do iluminismo no século XVIII, construiu-se pela primeira vez uma vaga noção de raça, que foi usada para designar o Outro, sempre em oposição ao homem, branco, cristão, europeu, apesar de seus efeitos etnocentrados já serem sentido e datados desde muito antes (Seyferth, 2002).
Mais tarde no século XIX através do evolucionismo e suas aclamadas pretensões científicas a ideia de raça foi mais fortemente elaborada, para dar conta de todos aqueles que se organizassem na contramão da ideia de progresso e de civilização tanto no velho continente quanto fora, que, portanto, precisavam ser civilizados, explorados, pesquisados, conhecidos através dessa grande onde destruidora que foi a modernidade para o mundo não europeu.
Assim, busco pensar os invasores em Bacurau dentro dessa missão-ritual modernizadora, que vê os povos do Sul ainda como corpos abertos a intervenções e disponíveis para sacrifícios 'rituais', que parecem necessários à atualização de uma sociedade pautada no individualismo, no espetáculo egocêntrico, reafirmando o conservadorismo que se volta para o obscurantismo do Iluminismo por meio do sangue da diferença, buscando assim a realização do ‘Eu’ hegemônico eleito pela modernidade, que deveria ser o cidadão de direitos do Estado-Nação e o Homem de Bem que o presidente Bolsonaro busca representar. Homem este que na verdade morre de medo de sucumbir diante das diferenças, da pluralidade, do Outro que é tudo aquilo que sobra desse Eu diminuto.
As imagens de Bolsonaro:
O ‘ritual’ que busca reencenar a barbárie tantas vezes vista nas tentativas de construção do moderno, não pode ocorrer se não como pastiche, uma violência banalizada mediada por câmeras que filmam um reality show macabro e de baixa qualidade para o divertimento do público americano. Da mesma forma os vídeos publicados pelo presidente para circular nos WhatsApps dos eleitores, eram vídeos esteticamente toscos, e intencionalmente mal construídos, sem sincronicidade de áudio e imagem, o que é chamado de “imagem pobre” (Steyerl como citado Bentes, 2019). Nesses vídeos, o presidente encenava toscamente, como se não restasse outra forma, também através de um pastiche, uma masculinidade agressiva e decadente, por exemplo, simulando em mais de uma ocasião a feitura de flexões (figura 2), comendo enquanto suja como uma criança um cachorro quente, ou um pão com leite condensado (figura 3); cuspindo, em plena pandemia, na cara das pessoas enquanto fala; fazendo uma muleta de metralhadora enquanto diz que vai metralhar os opositores em um comício, tudo isso gravado de forma amadora e transmitida nas redes sociais do presidente e de seus seguidores-eleitores.
Figura 2 - Presidente Jair Bolsonaro em visita a quartel grava vídeo simulando flexões.
Figura 3 Presidente Bolsonaro em live feita durante o café da manhã em que come sem prato na mesa pão com leite condensado.
Figura 4 Presidente Jair Bolsonaro em comissio realizado durante a campnha presidencial de 2018, fingindo que sua moleta é uma metradora enquanto diz que é para fuzilar todos os petistas.
Voltando ao filme:
A resistência no filme se dá pela união do devir índio, caboclo, queer, de toda a tecnologia que a modernidade não compreende, criando subjetividades que se opõe ao poder modernizador. Ou seja, o povo resiste através de uma violência consciente e pela simples existência de seus corpos, práticas e saberes, que são também formas de performar e manter viva a memória, enquanto práticas de memorização (Zambrano & Gnecco, 2000). Busca-se a construção da ideia de povo a partir da exaltação de memórias que Pollak (1989) chamou de subalternas em oposição a memória erigida pela Estado-Nação, em um confronto ativo das mais diversas histórias dissidentes (Zambrano & Gnecco, 2000).
Figura 5 Frame do filme de Bacurau, povoado depois da resistência ao ataque dos estrangeiros, enterram o único que sobreviveu.
O povoado acaba por construir alternativas ao esquecimento que a memória hegemônica lança a seu povo, através de uma autogestão anticolonial na montagem de um museu. O museu é uma herança institucional dos dispositivos de poder do colonialismo histórico, sendo ele e a “imaginação museológica profundamente políticos” (Anderson, 2008, p.246), geralmente são guardiões e organizadores das memórias e traumas nacionais, o que o torna um espaço de disputa para refuncionalização em um sentido anticolonial e de elaboração das memórias dissidentes, do passado dos Outros.
Assim o museu é um espaço simbólico de grande importância em Bacurau, que guarda de forma organizada seu passado, mas, é onde a população vai encontrar as armas para se defender dos invasores (Mourão, 2020). Há, nesse sentido, um uso político do passado como constituinte da identidade, memória e dos sentidos do presente vivido pelo povoado, e de onde o mesmo vai resgatar sua força e união para se defender dos que tentam destruí-los.
Figura 6 Frame do filme Bacurau, onde se ver o museu sendo aberto pela sua guardiã.
Quando os sudestinos chegam ao povoado são questionados se não pretendem conhecer o museu, porém imbuídos de sua arrogância e ignorância erigidas sob o colonialismo interno, acham absurdo e até engraçado que aquele lugar pequeno tenha história própria para contar, ou que de lá algo de relevante possa ser dito, talvez se tivessem entrado e conhecido a história do lugar já atravessada por tantas perdas, resistência e força o filme não tivesse continuado.
O museu possivelmente teria alertado os forasteiros o que estavam prestes a enfrentar, mas ele permanece fechado para os estrangeiros e o espectador, até o momento em que as armas são necessárias. Lá dentro, a personagem Lunga, une cangaceire trans queer, que havia saído do vilarejo numa vida de vilania, e que retorna para liderar a resistência, protagoniza uma das cenas mais violentas do filme, em que corta a cabeça de um invasor deixando as paredes e o chão do museu cobertos de sangue.
Figura 7 Frame do filme Bacurau, já no final do filme, os moradores do povoado limpam o museu que está repleto de sangue, e a curado do museu pede para que limpem tudo menos as paredes.
Conclusiones:
A memória coletiva é uma construção social e política, onde os subalternos ou dominados lutam constantemente para encontrar respaldo para suas vidas e histórias na sociedade. Essa luta é dolorosa e por vezes traumática. O museu de Bacurau além ser fonte de resistência também, ou por isso mesmo, guarda os traumas do povoado, deixando-os latentes para que não se esqueçam o quanto o presente e o (r)exitir de tal povo é feito de luta constante. Por isso, o sangue na parede do museu não é limpo, continua enquanto lembrança de um trauma e a potência de resistência de Bacurau.
No filme as imagens são produzidas para tomar partido de uma disputa imagética do imaginário, trazendo preocupações com representações que possam desestabilizar o olhar colonial. O povo em sua diversidade é o ponto de resistência heroica do filme, trazendo um horizonte utópico para que possamos alimentar nossa imaginação política para disputar as representações de identidades nacionais mais plurais ou, quem sabe, como diria Appadurai (1997, p.33), imaginar para chegar além da nação.
Como vimos, Bacurau, encarna múltiplas formas de resistência, tanto em seu mundo diegético, quanto como no próprio fazer cinema autoral no contexto de periferia no terceiro mundo, sob um governo que está numa disputa escancarada pelos sentidos de povo e da história do país. A exemplo das constantes menções honrosas feitas pelo presidente a torturadores conhecidos da ditadura militar de 1964, a insistência em chamar de revolução tal golpe, o incentivo de que se comemore o golpe nos quartéis, a ameaça de mudar os livros didáticos de história e ao ressuscitar leis autoritárias da época da ditadura, como a Lei de Segurança Nacional, contra seus opositores numa disputa que escancara o passado contido na significação do presente e seus entraves políticos.
Vemos assim que a “dominação política requer a definição da história e da memória” (Zambrano & Gnecco 2000, p.12), e os subalternos e dominados estão ativamente nessa luta. Bacurau, assim como muitos outros filmes, se coloca potencialmente ao lado da produção de enquadramentos de memórias de insubordinação, através das escolhas estéticas e políticas de enquadramento de imagens e sons dos cineastas, que buscam produzir outras imagens de um Brasil não hegemônico e não eurocêntrico.
Um Brasil que exalta a memória de João Pedro Teixeira, líder das ligas camponesas assassinado pela ditadura militar de 1964, que é o único nome citado por inteiro no final do filme, onde vemos e ouvimos homenagens a memória dos mortos do confronto que Bacurau acaba de enfrentar. Também faz referência a Marielle, que nos remete imediatamente a Marielle Franco, vereadora negra e lésbica assassinada por milicianos em 2018. Juntando os seus nomes a uma fila de outros mortos que constroem uma memória dissidente e de luta do país, que estavam buscando outras possibilidades mais justas de Brasil.
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Palabras clave:
Cinema Brasileiro, Memórias divergentes, Bacurau.
Resumen de la Ponencia:
En este artículo reflexionamos sobre los nuevos regímenes de raza que han sido instaurados en los Estados Unidos de la actualidad. También nos preocupamos en entender como la legitimidad de estas nuevas practicas raciales se articula, indisociablemente, con las nuevas retóricas acerca de la nación estadounidense. Para ello, consideramos crucial analizar el último libro del politólogo americano Samuel Huntington Who Are We? The Challenges to America´s National identity (2004), así como su polémico artículo, publicado en la revista Foreign Policy en el mismo año, intitulado The Hispanic Challenge. A pesar de que ambos textos afirman que tanto la raza como la etnicidad ya no poseen relevancia a la hora de explicar la identidad nacional contemporánea en los Estados Unidos, tales categorías continúan estipulando las condiciones decisorias que darán acceso a la comunidad nacional estadounidense. No obstante, hay que entender que la nueva productividad de razas americana se ha dislocado del ámbito biológico para el de la cultura y se ha invisibilizado en las narrativas hegemónicas sobre la nación. Es necesario comprender, así, cómo raza y nación volvieron a conectarse a través de discursividades que niegan la existencia tanto de la raza como del racismo por medio del argumento de que dichas expresiones se tornaron obsoletas porque el país ha ingresado en una era posracial.
Introducción:
Este texto se preocupa por entender los nuevos modos de producción de raza y racismo en los Estados Unidos contemporáneos y su vinculación con los enunciados hegemónicos atribuidos a la nación estadounidense. Pese al poder hegemónico de la nueva retórica americana que afirma que la raza y la etnicidad ya no participan de la gramática política de la identidad nacional, y aquí tomamos como referencia el último libro del politólogo Samuel Huntington Who Are We? The Challenges to America´s National Identity (2004b), entendemos que ambas categorías siguen operando como un criterio decisivo que filtra el acceso a los grupos que desean integrarse a la comunidad nacional de los Estados Unidos. Sin embargo, hay que entender que, desde la aprobación de las leyes de los derechos civiles de 1964, que pusieron fin a las leyes segregacionistas del período “Jim Crow”, una nueva modalidad de raza y racismo ha surgido en el país.
Se trata de una noción de raza que se ha dislocado de la biología para la cultura y que se ha invisibilizado en los significados discursivos de la nación estadounidense. En ese sentido, una dada noción de cultura fue accionada para sustituir a la raza y explicar los fenómenos que antes eran comprendidos como pertenecientes al ámbito étnico y racial. El argumento era que las discrepancias sociales entre los diferentes grupos étnicos y raciales de los Estados Unidos se debían a cuestiones de orden cultural y no racial. Consecuentemente, si las “minorías étnicas” tienen niveles educativos más bajos que la población blanca y son tres veces más probables de vivir en condiciones de pobreza, eso se debe a que son “perezosos”, o que poseen y viven en una “cultura de la pobreza” y que no les gusta el “trabajo duro”.
De ahí la importancia del concepto Color-blind racism, desarrollado por el sociólogo puertorriqueño Eduardo Bonilla-Silva en su libro Racism Without Racists (2004), para problematizar los nuevos regímenes raciales de los Estados Unidos contemporáneos. Así como planteado por la antropóloga argentina Rita Segato en La Nación y sus Otros (2007), cuando piensa en la raza como una categoría dinámica que asume distintos significados de acuerdo a los contextos histórico y espaciales peculiares a cada Estado-nación, Bonilla-Silva también sostiene que la raza es un constructo histórico-social movedizo que está bajo un proceso cultural permanente de reafirmación y reelaboración. Fue justamente esta capacidad de mutarse, y reconfigurarse incesantemente, lo que hizo posible la supervivencia tanto de la raza como del racismo en los Estados Unidos.
Es por esta razón que los nuevos dispositivos del racismo estadounidense logran desaparecer del vocabulario político de la nación y desasociarse de las premisas que confieren inteligibilidad a la identidad nacional. Su eficacia ideológica, así, al borrar a sí mismo de los códigos semánticos nacionales, se vuelve todavía más potente y funcional, provocando que el factor raza reaparezca como una barrera invisible, pero presente, que selecciona quiénes de facto pueden ser admitidos dentro de la identidad de la nación. Por consiguiente, es preciso comprender que, al sustituir la raza por la cultura, los nuevos modos de producción racial estadounidenses se basan no en la exhibición de la raza sino en su ocultación, lo que hace que sus mecanismos de operación sean aún más eficaces porque su fuerza pasa a residir en su capacidad de no ser nombrado como una práctica estructurante de la vida social.
Desarrollo:
Muchos autores han sostenido la tesis de que los Estados Unidos se han convertido en una economía etnogubernamental que logró incorporar la construcción de razas y etnicidades al interior del campo de la identidad nacional (Briones, 2015). La idea era que las diferencias étnicas y raciales pertenecientes al ámbito del Estado-nación poseían un capital simbólico valioso – la raza y la etnia – que generaba ganancias y plusvalía tanto al Estado como al mundo de las corporaciones y del sector empresarial. En ese sentido, el Estado no dejaba la diversidad étnica en libertad porque le era más ventajoso someterla a una gestión administrativa que la convirtiera en una mercancía competitiva en los mercados (trans)nacionales del capitalismo global (Yúdice, 2002). Por consiguiente, antes que ser suprimidas de la retórica nacional, la raza y la etnicidad eran exhibidas como mercadorías fetichizadas que pasaban a ser constituyentes e indisociables de la propia estructura identitaria de la nación estadounidense (Segato, 2007).
No obstante, entendemos que los modelos hegemónicos de construcción de raza en los Estados Unidos contemporáneos (siglo XXI) están estructurados bajo otra lógica de apropiación de aquellos que se configuran como los otros racializados de la nación. En ese sentido, en Who Are We? (2004b) de Samuel Huntington, nos deparamos con un concepto de identidad nacional que, en vez de pautarse en la noción de un multiculturalismo neoliberal que celebraba su diversidad interna para construir nuevas estrategias de lucro y rendimiento, recupera su carácter homogeneizante y unificador para anular la presencia de cualquier forma de heterogeneidad que no acepte subordinarse, y cambiarse, a los preceptos monocromáticos de la nación. En ese sentido, más que alterofílica, la nación estadounidense pasaba a apoyarse en un esquema alterofóbico que aceptaba al otro sólo y cuando abdicase de su propia diferencia. Consecuentemente, cuando esta operación no podía realizarse, no había más remedio que expulsarlo hacia los limites exteriores de la identidad nacional.
En ese sentido, Huntington (2004b) defiende la idea de que tanto la raza como la etnicidad se desvanecieron del escenario político/nacional estadounidense y que el país ingresó en una era posracial. El argumento era que la multirracialidad de los Estados Unidos había dado paso a una diversidad que se manifestaba no más entre grupos, sino entre individuos. Por consiguiente, las identidades étnicas perdieron la dimensión social que las caracterizaba como tal para transformarse en una cuestión que concernía a la subjetividad de cada individuo. No obstante, lo que estaba en juego era la propia identidad étnica y racial en sí, ya que, al substraerlas del campo colectivo, se les quitaba aquello mismo que les confería sentido, es decir, su componente social.
No obstante, para que la raza desapareciera del discurso nacional, era preciso accionar una idea de cultura que no sólo asumiera su lugar, sino que borrara todo y cualquier registro que pudiera vincular una con la otra. Más aún, la cultura realizaba una operación metonímica en el sentido que, al presentarse como una categoría que abarcaba la totalidad del espectro social, sustituía una parte (raza) por el todo (cultura) y garantizaba que entre estas dos instancias – raza y cultura – se interpusiera una relación de corte mecánico y automático que era obliterada en las narrativas de la nación. Por lo tanto, la raza se reinsertaba en el interior de la cultura, y la nación estadounidense, asociada veladamente a un tipo específico de blancura, era representada como una categoría ausente de color.
De este modo, hay que pensar sobre la formación de nuevos regímenes raciales en los EUA que se organizan exactamente en torno a estos nuevos enunciados atribuidos a la cultura. En ese sentido, el concepto de Color-blind racism de Bonilla-Silva es sumamente importante para problematizar las nuevas modalidades del racismo estadounidense contemporáneo. El autor vuelve a la era de las leyes “Jim Crow” para reflexionar sobre los nuevos modus operandi del racismo actual en los Estados Unidos y sobre sus mecanismos ideológicos singulares de auto-legitimación. En ese sentido, a diferencia del racismo de la época de “Jim Crow”, que advocaba explícitamente por la superioridad de la raza blanca, el nuevo racismo estadounidense pasó a operar en las entrelíneas del discurso, de forma sutil, implícita y no declarada. Consecuentemente, los estadounidenses pasaron a ser ciegos para el color porque “lo que importaba realmente eran los esfuerzos y el mérito del propio individuo” (Bonilla-Silva, 2004).
Esto no implica decir que los recursos a la violencia no pueden ser accionados por este nuevo régimen racial. La violencia racial se colocó a la vista de todos cuando, en el año de 2020, los afroamericanos Ahmaud Marquez Arbery, Breonna Taylor, George Floyd y Jacob Blake (a pesar de que éste último sobrevivió a los tiros que recibió) fueron muertos por las manos tanto de la policía como por la de civiles, como fue el caso de Ahmaud Marquez Arbery que fue perseguido por tres civiles blancos armados y asesinado a tiros por uno de ellos. El caso que se hizo más emblemático fue el de George Floyd, asesinado en Minneapolis, Minnesota, tras ser arrestado por la policía local por haber utilizado un billete falso de 20 dólares en la compra de un paquete de cigarrillos en una tienda de conveniencia. Su muerte se hizo viral tras Derek Chauvin, un oficial de policía blanco que asumió el comando de su detención, haber sido grabado por cámaras de testigos y de seguridad arrodillándose sobre su cuello durante ocho minutos y cuarenta y seis segundos. Mientras tanto, Floyd, esposado y acostado boca abajo, decía repetidamente las palabras que se tornarían en uno de los emblemas de las protestas que iban a estallarse no sólo en los Estados Unidos sino en todo en el mundo: “I can´t breathe”.
La muerte de Floyd recolocó en escena la brutalidad del racismo y de la violencia policial hacia las comunidades afroamericanas y demás grupos étnico-minoritarios estadounidenses. El caso de los cuatro afroamericanos aquí citados, sin embargo, es apenas una pequeña muestra de un fenómeno que ha sido una constante en la historia de los Estados Unidos: la violencia racial sistémica hacia poblaciones que no poseen los requisitos raciales de la blanquitud americana. Infortunadamente, la gran mayoría de los miles de personas de piel oscura que murieron tanto por los aparatos de la violencia institucional como por la violencia practicada por grupos y personas no vinculadas oficialmente al Estado no tuvieron el “privilegio” de recibir la atención y la cobertura mediática que recibieron George Floyd, Breonna Taylor, Ahmaud Arbery y Jacob Blake; sus muertes pasaron desapercebidas y se convirtieron, así, apenas en números de estadísticas policiales.
En ese sentido, Bonilla-Silva (2004) habla que los órdenes raciales nunca están constituidos por una novedad pura y totalizante, pues los nuevos regímenes de raza se construyen siempre a partir de las bases de los vestigios racistas de los tiempos pasados. De esta manera, aunque la nueva ideología racial estadounidense no esté marcada por un patrón de control y violencia que se caracteriza por la fuerza bruta, ésta última está siempre disponible para ser accionada cuando las formas hegemónicas de control racial no dan cuenta de mantener la normalidad de las prácticas raciales. Como explica el sociólogo puertorriqueño, esto también se debe a que ningún sistema de dominación puede sobrevivir sin la posibilidad del uso de la violencia física en última instancia (Bonilla-Silva, 2004).
La elaboración del nuevo racismo estadounidense descansa, así, no sólo en la construcción de una agenda política que oculta su faceta racial e invisibiliza a las propias prácticas que (re)producen la desigualdad de razas, sino que rearticula mecanismos y dispositivos raciales característicos del período “Jim Crow”. Esto implica entender que el racismo vulgar y explicito sigue ocurriendo y que la transformación de los regímenes raciales nunca es completa: los reminiscentes de las antiguas formas de racismo son notablemente resurgentes. Como dice el propio Bonilla-Silva:
Before I move forward, I must state one important caveat. Although I hold that the dominant form of racism now practiced is a subtle one, this does not mean I am blind to the vulgar explicit racism now in vogue among the “Tea Party” and others on the right. Racial regimes may change, but that transformation is never complete and remnants of the old-fashioned Jim Crow racism are clearly resurgent. This resurgence is important and clearly influences the life chances of people of color; however, I contend that it is not the core of the system and the practices responsible for reproducing racial domination today (2004:27).
Aun así, para que la dominación sea exitosa (racial o de otro tipo), se requiere que el dominado crea y participe en el sistema hegemónico de dominación, aceptando su posición subordinada como parte de la normatividad del sistema, “el estado natural de las cosas”. Esto hace que los subalternos no sólo reproduzcan las modalidades de poder, sino que las crean y las confieren un nuevo horizonte político de autoridad, legitimando las lógicas discursivas raciales hegemónicas y recolocando a los colonizados en su “debida posición de inferioridad”. En ese sentido, es necesario crear una fuerza de poder que esté más allá de la coerción y la fuerza bruta, haciendo que las poblaciones racializadas se sientan “naturalmente” inferiores al orden hegemónico nacional.
Sin embargo, lo mismo ocurre cuando se hace necesario recurrir al uso de la violencia. Su uso no es una exclusividad de los que se encuentran en las posiciones de mando en la estructura racial de dominación. Los dominantes necesitan no sólo del "monopolio legítimo de la violencia" (Weber, [1919] 1982), sino también que las propias masas dominadas (re)produzcan, crean y hagan uso de ella. Así, en una perspectiva mucho más cercana a Foucault, desarrollada en su célebre Microfísica do Poder (1998), debemos entender al poder y a la violencia como un fenómeno que se ejerce a través de múltiples redes y capilaridades – micros y macros – que no se sitúan en un punto fijo, central, sino que se articulan y se diseminan por todo el cuerpo de la estructura social. De ahí que el “ojo del Rey”, el poder del Estado y la biopolítica se hagan presente en los espacios menos esperados, es decir, al interior de los circuitos sociales de los propios grupos racialmente subalternizados.
Como explica la socióloga política Alana Lentin, en su texto Beyond denial: ‘not racism’ as racist violence (2018), existe también una batalla ideológica, sobre todo en el caso contemporáneo de los Estados Unidos y también de Australia, para definir las condiciones del debate en torno al racismo y sobre qué teoría o quiénes poseen los prerrequisitos para explicarlo. En este sentido, Lentin (2018) señala que las teorías hegemónicas actuales en torno a la raza y al racismo, además de destituirlo de sus características raciales para esfumarlo en las prerrogativas culturalistas de la identidad nacional, lo explican desde una perspectiva de la filosofía moral, centrándose en la cuestión de si el racismo debe evaluarse en términos de creencias o de acciones y efectos.
La autora señala que el problema de dicha interpretación es que, al ser determinado como una medida de carácter psíquico, moral e individual, la falta de intención de causar daño se transformó en un argumento potente y legítimo para determinar la presencia o no del racismo. Según las prerrogativas de la filosofía moral, los incidentes de racismo se presentan como algo aislado y atípico, y las teorías que denuncian el racismo como una práctica social y estructural son retratadas, así como lo hicieron Huntington y Lawrence Harrison en Culture Matters (2000), como artefactos teóricos inútiles en la interpretación de los mismos hechos racistas. Por consiguiente, la culpabilidad del racismo es transferida del sistema racial hacia la propia víctima del racismo en sí.
Cabe agregar que la filosofía moral toma como préstamo características propias del racismo cientificista y biológico del siglo XIX para establecer los límites de lo que puede ser considerado como racismo o no. Las nuevas lógicas racistas son, así, deslegitimadas como no racistas por no poseer los principios que guiaban al racismo ahistórico y universalista decimonónico y por no estar en coherencia con las premisas teóricas de la filosofía moral. La experiencia objetiva y concreta de los sujetos racializados que vivencian y denuncian al racismo en su cotidiano, así, es desprestigiada como algo que carece de las prerrogativas teóricas que supuestamente definen al racismo (Lentin, 2018).
Consecuentemente, la filosofía moral despolitiza el palco de la discusión racial al reivindicar para sí la exención de intereses políticos e ideológicos. Al asumir el aspecto de una moralidad neutral que se manifiesta bajo la forma del derecho a la libertad de expresión, los debates pautados por una moralidad de la raza desplazan el campo político y discursivo como expresiones ineludibles al debate racial, tornando inviable la perspectiva de una lectura de la raza que esté estructurada por una filosofía política y no moral. De este modo, las discusiones centradas en torno a la moralidad de la raza parten de la premisa de que logran revelar una supuesta esencia y totalidad del espectro racial a través de la superación de las mediaciones ideológicas y discursivas del propio lenguaje.
Es al interior de esta controversia que Lentin (2018) habla del no racismo, en un sentido muy cercano al propuesto por el Color-blind racism de Bonilla-Silva (2004), como una nueva expresión de la violencia racial contemporánea, sobre todo en los países de lengua inglesa primermundistas. La autora recuerda el incidente de Darren Osborne, quién, el 19 de junio de 2017, atropelló con una furgoneta a varios musulmanes que, tras realizar las oraciones nocturnas del Tarawih como parte de las celebraciones que se llevan a cabo en el mes de Ramadán, estaban aglomerados a 100 metros de la mezquita del Finsbury Park de Londres. El atentado provocó la muerte de una persona, Makram Ali, e hirió a otras nueve (Lentin, 2018).
A pesar de que la primera ministra británica Theresa May reveló en una declaración que el ataque se trataba de un incidente terrorista, y el sospechoso haber sido acusado de “comisión, preparación o instigación del terrorismo”, Osborne fue descrito tanto por su familia como por sus vecinos como “troubled but ‘not racist’”. Éstos últimos también dijeron que Osborne era un hombre de familia al que se le escuchó cantar con sus hijos en la cocina horas antes del ataque. Aun después de haber gritado “I´m going to kill all Muslins” y “I did my bit”, tras la realización del ataque, el periódico inglés The Telegraph, en la misma línea argumentativa realizada por la familia y vecinos, retrató a Osborne como un lobo solitario que era “complejo” (Lentin, 2018:2).
De la misma manera, Dylann Roof, al disparar y matar a 9 afroamericanos y dejar herido a otro que pudo sobrevivir al tiroteo que el supremacista blanco realizó durante un estudio bíblico en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel, en la ciudad de Charleston, Carolina del Sur, también fue descrito como una persona que estaba motivada más por problemas de instabilidad mental que por cuestiones de ideología política y racial, aun cuando confesó su intención de iniciar una “guerra de razas” y haber publicado dos manifiestos blanco supremacistas (Lentin, 2018).
De este modo, al argüir que el racismo es un fenómeno de naturaleza moral, ahistórico e individual, el simple hecho de declararse no racista pasa a ser suficiente para deslegitimar al propio racismo como una práctica sistémica y estructural. Los mismos agentes que manifiestan el racismo se ven libres de la etiqueta racista en función del argumento de la no intencionalidad. Esto se debe a que las especificidades de los actos racistas, que asumen diferentes formatos al manifestarse en la praxis, no se encajan y no sostienen los aparatos teóricos universalistas de las teorías filosóficas y morales que intentan monopolizar el debate acerca de la raza y del racismo. Por detrás de la declaración de no ser racista, no obstante, se desenvuelve una nueva forma de racismo que reside no sólo en su negación, sino que también en su oposición.
En el artículo Latin@s and the decolonization of the US empire in the 21st century (2008), el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel, en una perspectiva similar a la de Bonilla-Silva (2004) y a la de Alana Lentin (2018), dice que la invisibilidad y el negacionismo del racismo contemporáneo global está estrechamente ligado con las transformaciones que atravesaron el mundo en el fin de la Segunda Guerra Mundial. Para entender a las dinámicas de esta transformación es necesario hacer una distinción entre los países centrales metropolitanos que fueron ocupados por los nazistas, como Francia y los Países Bajos, y todos los demás países que no lo fueron. Después de la guerra, en los países que estuvieron bajo la invasión alemana, el discurso racista biológico estuvo tan asociado con la ocupación nazi que se volvió legalmente prohibido en el discurso público. Fue cuando el racismo biológico asumió la forma de un racismo cultural que no sólo abolió el propio uso de la palabra “raza” sino que pasó a utilizar a la “cultura” como un marcador de inferioridad y superioridad que reestablecía la antigua jerarquía racial formado al inicio de la expansión colonial europea.
Sin embargo, Gran Bretaña y Estados Unidos tuvieron una historia distinta porque, como nunca fueron ocupados por los nazis, los discursos biológicos de la posguerra se mantuvieron como de costumbre. Los Estados Unidos se vieron obligados a cambiar la naturaleza de sus discursos racistas apenas en la mitad de la década de los 60s, cuando se logró aprobar las leyes contra la discriminación racial debido a las movilizaciones por los derechos civiles iniciado en la década anterior. De la misma manera, Gran Bretaña sólo actualizó sus aparatos discursivos racistas después de la aprobación de la Ley de Relaciones Raciales de 1965. De este modo, 20 años después de que los países de la Europa continental cambiaran sus formas de abordar tanto a la raza como al racismo, Gran Bretaña y los Estados Unidos pasaron a prohibir, en términos legales, la discriminación racial abierta y toda clase de racismo que se apoyara en una noción biológica de la raza. El racismo cultural se convirtió, así, en el nuevo discurso racista hegemónico en el núcleo de la economía-mundo capitalista (Grosfoguel, 2008).
De este modo, al explicar la situación social de los grupos subalternizados en términos de sus propias características culturales, los discursos racistas culturalistas ocultan la reproducción tanto del racismo como de las antiguas jerarquías coloniales/raciales del colonialismo europeo que son reactualizadas por él. Al esencializar y naturalizar las características o hábitos culturales, así, el racismo cultural reproduce, indirectamente, una forma de reducción racista biológica que se remonta a la lógica racista del período colonial. Los discursos “meritocráticos” en los espacios públicos y los discursos de la “cultura de la pobreza” en la academia, igualmente, contribuyen con la invisibilidad y perpetuación de las nuevas prácticas raciales. Por lo tanto, el hecho de que los sujetos racializados/colonizados siempre obtienen los “dirty works”, experimentan tasas de pobreza y desempleo más altas y poseen salarios más bajos que un trabajador blanco en la ejecución del mismo trabajo, se debe a que tienen “malos hábitos y actitudes”, y que son “naturalmente” “vagos”, “no asimilados” y “sin educación” (Grosfoguel, 2008:614).
Del mismo modo, haciendo una crítica directa al polémico artículo de Huntington, The Hispanic Challenge (2004a), en donde el politólogo estadounidense critica la fuerte presencia de enclaves latinos y mexicoamericanos en el oeste y suroeste estadounidense que “no se dejan asimilar”, Grosfoguel (2008) argumenta que, en realidad, el artículo del politólogo estadounidense está mucho más ligado al gran miedo americano de que los Estados Unidos dejen de ser un país de mayoría blanca. Más aún, el sociólogo puertorriqueño señala que mientras The Clash of Civilizations (1996) fue la estrategia ideológica huntingtoniana para que el imperio estadounidense preservara la dominación euroamericana en el exterior, el “Desafío Hispano” fue su estrategia ideológica para mantener la supremacía blanca, dentro de los nuevos moldes del racismo cultural, en el ámbito nacional.
Por consiguiente, para justificar un liderazgo blanco exclusivo y excluyente en un país en que los latinos se están convirtiendo en la población de más rápido crecimiento, Samuel Huntington (2004a) ofrece una salida que, al presentarse dentro de los términos no racistas y culturalistas de la nación, ofusca y oblitera los mecanismos de acción del propio racismo estadounidense. Él proporciona, así, el discurso político con el que las élites blancas actuales y futuras del país, aunque ya no sean la mayoría demográfica, puedan seguir ejerciendo su poder y mantener el control/monopolio sobre las premisas teóricas e identitarias que supuestamente definen a la nación estadounidense. De esta manera, Huntington (2004a) formula una teoría política que, aun en contextos de adversidad étnica/racial, capacita a los americanos blancos a seguir asociando la nación americana con una cultura e identidad blanca-anglo-protestante de estirpe norte-europeo.
Conclusiones:
La noción de raza como estructura social debe ser entendida como la totalidad de las prácticas sociales que refuerzan, (re)producen y normalizan las relaciones de trabajo y la posición socialmente dominante del hombre blanco sobre los no blancos. Dado que los actores racializados como blancos, o como miembros de la raza dominante, reciben beneficios materiales desde el orden racial, la raza debe ser ubicada en su espectro social y material, entendiéndola como el eje estructurador de las relaciones de poder y de trabajo. La estructura social racializada existe, así, porque beneficia materialmente a los miembros de la raza dominante, justificando, de este modo, la posición social jerárquicamente subalterna de los grupos racializados como no blancos (Bonilla-Silva, 2004).
De la misma manera, la operatividad de la raza como ideología, es decir, los marcos teóricos raciales institucionalizados que son utilizados por los actores sociales para explicar, justificar o desafiar el statu quo racial, también juega un papel fundamental en el proceso de sedimentación de las relaciones raciales. Por consiguiente, para defender a sus intereses colectivos, el grupo que incorpora la posición social de mando en una determinada sociedad no sólo (re)produce la maquinaria del poder socioeconómico que le mantiene en el poder, sino que también desarrolla racionalizaciones que explican y confieren legitimidad conceptual a sus modalidades de dominación. De esta manera, aunque todos tengan la capacidad de desarrollar sus propios marcos de referencia, los marcos dominantes tienden a convertirse en los marcos imperativos sobre los cuales todos los actores raciales basan (a favor o en contra) sus posiciones ideológicas.
Los marcos estructurales e ideológicos del Color-blind racism, así, tal como quiere Huntington (2004b), autentifican la edificación de una sociedad que, ya que nadie es racista y todos se oponen al racismo, logró superar las tensiones raciales para ingresar en una era posracial. De la misma manera, ya que el racismo pasó a ser definido por caracteres de naturaleza psíquica e individual, la raza no sólo desaparece del vocabulario político nacional, sino que es despojada del campo político siempre y cuando (re)aparece, por alguna razón equivocada, en la vida social estadounidense. La práctica racista, por lo tanto, así como pierde sus connotaciones raciales para desvanecerse y autentificarse a través de prerrogativas de dominio de la cultura y de una filosofía moral, oculta y niega su faceta racial toda vez que se hace y se produce política en los Estados Unidos de la América.
Tal idea se respalda en la noción de una filosofía moral de la raza que reduce el racismo a características de naturaleza psíquica, moral e individual, validando el argumento de la no intencionalidad como algo que descaracteriza a la propia práctica del racismo. Por consiguiente, las discusiones en torno a la raza asumen la forma de una neutralidad moral que intenta monopolizar los términos y las condiciones del debate acerca del racismo, despojando el campo político y discursivo del debate racial e inviabilizando la realización de una lectura sobre la raza que esté pautada por una filosofía política y no moral. De esta manera, como las especificidades de los actos racistas no se encajan en las presuposiciones ahistóricas y universalistas de una filosofía moral de la raza, no se logra entender al racismo como una praxis heterogénea y cambiante que está siempre reeditándose tanto en el tiempo como en el espacio.
En ese sentido, la elección de Barack Obama en 2009 tuvo un impacto negativo en la comprensión de las nuevas dinámicas del racismo estadounidense porque alimentó la falsa esperanza de que los Estados Unidos, tal como quería Huntington (2004b), había ingresado en una era en donde las contiendas de estirpe racial habían llegado a su fin. El problema de esta lectura radicaba justamente en la presuposición de que el racismo era una práctica invariable y universal que se rebajaba a la condición tanto del racismo biológico decimonónico como de aquél propio de los tiempos de la esclavitud y del apartheid racial de los Estados Unidos. De esta forma, el cambio en las formas de actuación del racismo hizo que muchos pensaran que lo que estaba en juego era la propia existencia del racismo en sí. Esto dificultó la comprensión de que el racismo, aunque haya colocado en marcha inéditas modalidades de operación racial que aparentemente no tenían ninguna relación con la raza, no ha dejado de estructurar la jerarquía social de los Estados Unidos de la actualidad.
Bibliografía:
Briones, Claudia. Introducción: Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación: diseños y telares de ayer y hoy en América Latina. Caballero, Paula López y Gleizer, Daniela (eds.). Nación y Alteridad. Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de formación nacional. México, DF: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa, 2015.
Bonilla-Silva, Eduardo. Racism Without Racists: Color-blind Racism and the Persistence of Racial Inequality in America. Fourth edition. United Kingdom: Rowman & Littlefield Publishers, 2004.
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Lentin, Alana. Beyond denial: ‘not racism’ as racist violence. Continuum, 32:4, 2018, pp. 400-414, DOI: 10.1080/10304312.2018.1480309.
Segato, Rita. La nación y sus otros. Raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad. Buenos Aires: Prometeo, 2007.
Weber, Max. La Política como Vocación In M. Weber, Escritos Políticos II. F. Rubio Llorente (Trad.). México: Folios Ediciones, [1919], 1982.
Yúdice, George. El recurso de la cultura. Barcelona, Gedisa. (Fragmentos), 2002.
Palabras clave:
raza; racismo; nación estadounidense; identidad nacional;
Resumen de la Ponencia:
O projeto ‘O que sonham as cidades?’ (@sonhamascidades) é uma iniciativa artística que busca refletir de quais maneiras as memórias colaboram na construção de novos espaços sociais. Utilizando o conceito de memória social defendido por Gondar (2005), em que a memória é experiência, processo e invenção, o projeto discute formas de se reiniventar e ressignificar as relações das pessoas com as cidades. Por meio dos lugares de memória, aqui entendidos como rastros e vestígios (Gagnebin, 2002; Ricoeur, 2007, 2011; Benjamin, 1996), que tornam a prática cotidiana singular e propiciam novos encontros com os espaços, o projeto trabalha com as descrições físicas de lugares enviadas por pessoas e, a partir desse material, inventa memória para as cidades, tanto por meio de textos escritos quanto de vídeos. Nesse sentido, a memória social apresenta-se como um conceito em movimento, capaz de interligar elementos físicos e também ficcionais, que juntos tramam a rede de sentidos que cobrem o espaço público. Ao propor novas perspectivas para as cidades, ‘O que sonham as cidades’ busca discutir as relações entre memória, imaginário e subjetividade, além de memória e cidade, buscando fortalecer a capacidade imaginativa de se reinventar o futuro.
Introducción:
Conhecer uma cidade pode significar uma ação que invariavelmente permeia os modos de se relacionar com as muitas dinâmicas daquele ambiente. O uso dos espaços públicos, em particular, está em consonância com o ato de transitar pelas ruas que ligam os diferentes pontos, circular entre os seus elementos arquitetônicos, conviver com a diversidade, visitar praças e parques, que podem ser impessoais e anônimos. Temos experiências sensoriais causadas pelo clima local, pela produção de sons – falas, passos, músicas, motores e outros ruídos – e por suas construções urbanas. Além dessas dimensões nos âmbitos físico-territorial e social, o ato de conhecer uma cidade também pode estar associado à produção de desejos e de intenções, e aos afetos que acontecem na relação do sujeito com o mundo. Nesse contato, conservamos em nós as impressões concomitantes do que foi vivido de maneira individual e coletivamente. A partir disso, quais os caminhos possíveis para refletir sobre a relação entre memória, imaginação e espaços sociais? Como reinventar e ressignificar as relações das pessoas com as cidades?
Essas são algumas das questões que levaram à criação de “O que sonham as cidades?”, uma iniciativa artística que possui o objetivo de discutir e refletir de quais maneiras as memórias colaboram na construção de novos espaços sociais, e como isso pode ser produzido efetivamente. “O que sonham as cidades?” tem uma abordagem interdisciplinar, notada tanto pelas referências às áreas como filosofia, sociologia e arte, quanto por sua equipe, composta por Carlos Henrique Falci, professor doutor na Escola de Belas Artes da Universidade Federal de Minas Gerais, Júlia Zuza, doutora em Literatura, e Cristina Horta de Almeida, doutora em Artes. A proposta nasceu em 2020, durante o isolamento social da pandemia da covid-19, quando as cidades estavam vazias e sem a movimentação habitual. Não que esta tenha sido a força motriz a desencadear a formulação do projeto, mas, naquele momento, não deixava de ser intrigante imaginar quais memórias os espaços urbanos estavam produzindo e sonhando. Assim, o trabalho consiste em criar textos ficcionais a partir da descrição de lugares físicos existentes, imaginando memórias para esses espaços. Em um segundo momento, parte dessas narrativas foram transformadas em vídeos que, desde o ano de 2021, são compartilhados em uma conta da rede social Instagram – @sonhamascidades – e, como possível desdobramento, há a intenção futura de publicar essas memórias em um livro. Em seu escopo, o projeto reúne memória, imaginação e percepção. Podemos falar que cada uma dessas partes propõe um movimento e um tipo de percurso visual. Neste artigo, pretendemos realizar uma reflexão em torno das questões acima colocadas, verificando a capacidade imaginativa de se reinventar o futuro.
Desarrollo:
Para abordar espaços sociais, recorreremos à memória social sob a ótica de Jô Gondar e Vera Dodebei (2005), autoras que enxergam o tema como um processo, sempre em construção entre a lembrança, o esquecimento e as novas perguntas que surgem no decorrer da história humana. Em outras palavras, memória social não possui uma definição fechada e estável. É preciso assumir mais e novos discursos, sem enveredar para uma tentativa de autoritarismo conceitual – que ignora a multiplicidade – e sem cair na armadilha de reflexões muito amplas, levando em conta uma singularidade para essa memória. Segundo Gondar (2016), um caminho que se apresenta para tornar isso possível é pensar a memória social a partir de quatro proposições: ela é transdisciplinar, apresenta um conceito ético e político, é uma construção processual e que não se reduz à representação. Esta análise inicial sofre, anos depois, alterações pela própria autora, corroborando com a ideia de fluidez da memória. Assim, transitando pelas proposições, a memória social é transdisciplinar, porque atravessa diferentes áreas do saber e, no atrito produzido pelo encontro dos distintos campos, produz novas ideias. “Esse conceito se encontra em construção a partir dos novos problemas que resultam do atravessamento de disciplinas diversas. (...) Como os problemas não param de surgir, no campo da memória social o conceito está sempre por ser criado (...)” (Gondar & Dodebei, 2005,15).
Como segunda proposição, a memória social tem relação com uma concepção ética e política, pois ela constrói e pede posturas diante das ideias apresentadas. Ou seja, o modo como se registra e/ou aborda uma memória construirá um tipo de memória social e esta, por sua vez, irá configurar em uma tomada de posição frente ao mundo. Uma memória pode ser mais do que uma mera lembrança ou registro de uma época, tornando-se uma espécie de herança para o futuro. Ao questionar determinado discurso, estamos fazendo o exercício de olhar para o contexto em que foi produzido e avaliar o motivo de ter chegado até nós e, ainda, medir o que ele nos traz ao ser mantido para o futuro. Isso consequentemente aponta para uma questão de seleção: a intencionalidade do que se deseja ou não recordar para levar adiante. Em contrapartida, o que apresentaremos como resposta será traduzido como sendo a nossa postura ética e política perante essa memória. Em outras palavras, isso significa no tempo presente refletir o passado sob a influência do que se pretende para o futuro (Gondar, 2005).
Em relação à terceira proposição, a memória é uma construção processual, não apenas no que diz respeito às questões emergentes, mas também nas formas de se acessar o passado. O retorno a uma memória pode resultar em uma reconstrução dos acontecimentos a que ela se refere sob a ótica do presente, com seus modos de perceber e sentir. Ainda, esta pode sofrer influências dos valores e das relações sociais de quem a interpreta. Admitir a memória como construção social é algo que acontece apenas a partir do fim do século XIX, um movimento recente na história do pensamento.
Finalmente, a quarta proposição afirma que a memória não se reduz a um arquivo de representações coletivas. Inventada, uma representação pode vir a se tornar um hábito em sua repetição. E se a memória social é um conceito em movimento – e, diante disso, reivindica a produção do novo – uma representação segue a ideia contrária, executando a função de uma rédea nesse processo. Não é o caso, entretanto, de descartar as representações por completo. Trata-se apenas de, em alguns momentos, combinar diferentes fatores. A memória “(...) se exerce também em uma esfera irrepresentável: modos de sentir, modos de querer, pequenos gestos, práticas em si, ações políticas inovadoras” (Gondar & Dodebei, 2005,24). Aquilo que nos afeta e que afetamos, como um encontro ou uma experiência singular que nos retira de um cenário de repetições. Assim, na produção da memória, cabe em um segundo momento tornar as representações parte do processo, colocando-as juntamente com essas forças que nos afetam. São as relações e os afetos que provocam a construção de uma memória e é a representação uma ferramenta que pode vir a auxiliar a dar sentido ao novo, àquilo que desencadeou esse processo. Para Jean Starobinski, o “(...) sentimento é o centro indestrutível da memória” (Starobinski, 1991 citado em Gondar, 2016,39). Na mesma linha de pensamento, a pesquisadora Myrian Sepúlveda dos Santos (2012) afirmou que a memória “(...) é uma forma de conhecimento em que emoções e sentimentos estão intrincados à razão de maneira muito forte (...)” (SANTOS, 2012,9). Adiante, trataremos mais a questão dos afetos, ligados à percepção, subjetivação e imaginação.
Em texto posterior, Gondar transformou a ideia de construção processual em duas novas proposições. Ela, então, encara o esquecimento como resultado da memória, uma consequência da postura ética e política que se tem em relação ao passado. Ao se ter uma percepção sobre algo, outras informações são deixadas de lado e, em um primeiro momento, o esquecimento não parece se tornar uma espécie de ameaça. “(...) só tememos o esquecimento quando o pensamos como um inimigo da lembrança, supondo a memória, necessariamente, como um lugar de permanência de inscrições” (Gondar, 2016, 30). Mas, como já citado, a memória não é esse lugar fixo. Sujeito de nossos desejos, nela coexistem o esquecer e o recordar. Finalmente, como segunda nova proposição consequente dessa discussão em torno do esquecimento, Gondar afirma que a memória não se reduz à identidade. Ou seja, é preciso compreender a identidade como noção individual – a imagem que cada indivíduo constrói para si mesmo – e em grupo – a maneira como as pessoas se notam tanto pela própria ideia de representação como a forma que cada uma escolhe como quer ser notada. Gondar abre o leque da discussão ao frisar a construção da imagem em outros níveis, como no caso de uma nação, por exemplo. Em todos os sentidos, construir uma identidade requer o jogo entre o que se deseja preservar ou excluir. A autora chama a atenção para o quanto essa noção de identidade pode tornar-se uma ficção, dependente dos interesses que possam estar em questão. Se reduzirmos, portanto, a memória à identidade, o seu papel será o de apenas garantir a permanência no tempo desta identidade – sendo que a memória pode exercer a função de indicar um porvir, segundo posturas éticas e políticas diante do apresentado.
Por que é importante refletir aqui sobre as proposições da memória? Para perceber a memória como uma atividade criativa. Ela sofre constantes processos de “contaminação” em sua produção, princípio que vem de longa data. Frederic Bartlett (1886-1969), por exemplo, defendeu a noção de memória em constante construção (Bartlett citado em Santos, 2012,12). E demonstradas algumas noções de memória social, se faz necessário compreender a concepção de memória enquanto lembrança. Para tanto, recorreremos à Paul Ricoeur (1913-2005).
Ricoeur (2014) foi um dos pensadores que considerou as emoções e as imagens como alguns dos elementos constitutivos da memória. Ele propôs uma fenomenologia da memória levando em conta reflexões filosóficas de: Sócrates (470-399 a.C.), que combinou memória e esquecimento; Platão (428/427-348/347 a.C.), que abordou a representação presente de algo que passou a ser ausente; Aristóteles (384-322 a.C.), que tratou tanto a imagem quanto o tempo como partes integrantes de uma lembrança; e Espinosa (1632-1677), que trabalhou a ideia do corpo afetado por corpos externos como uma interferência no movimento da memória. Sem a intenção de aprofundar cada uma das explanações, destacamos que Ricoeur mencionou as questões em torno de “o que” e “de quem” é uma dada memória, percorrendo pelos modos de existência. A partir de uma reflexão dos recursos cognitivos da lembrança, esta vaga ou incompleta, chegar na apropriação dessa mesma lembrança por quem a manifesta. Para Ricoeur, a preocupação primeira ao tratar experiências que fossem da ordem do passado, daquilo que foi vivido, foi investigar a tensão existente entre memória e imaginação e, dessa maneira, buscar estabelecer uma dissociação entre elas, uma problemática que remonta à Grécia antiga. Em linhas gerais, entre o que há de similar e diverso, Ricoeur afirmou que a imaginação e a memória “(...) tinham como traço comum a presença do ausente, e como traço diferencial, de um lado, a suspensão de toda posição de realidade e a visão de um irreal, do outro a posição de um real anterior” (Ricoeur, 2014,61). Abrimos um parêntese para destacar que pensar no projeto “O que sonham as cidades?” é compreender que ele caminha pela linha tênue entre memória e imaginação, mais focado em trabalhar a fusão entre objetividade (a existência dos lugares) e a subjetividade do contar (reconstrução mental e oral desses mesmos lugares) do que em garantir a caracterização fidedigna dos espaços físicos. No ato de lembrar e contar existe um trabalho de interpretação, atribuindo significado à narrativa, e as fontes desse projeto artístico não são precisas. “O que sonham as cidades?” não utiliza, por exemplo, imagens do recurso Google Maps para reconhecimento geográfico. Conceitos de lugar, paisagem e espaço urbano passam pela ideia de percepção de mundo, proporcionando um diálogo entre cidade vivida (experiências espaciais) e cidade imaginada (aquilo que não é visível).
Tendo como base as citações e contribuições de Ricoeur, se memória é algo que efetivamente ocorreu, a imaginação é algo que não aconteceu ainda. Podemos esquecer de uma experiência, mas se dela é possível extrair uma memória, quer dizer que tal experiência volta parcialmente do esquecimento. É nesse momento que compreendemos que o retorno de uma experiência existe e sobrevive graças à produção de tempo e imagem que auxilia a traduzir o modo como reconhecemos um certo acontecimento. Não temos, portanto, um passado “imaculado”, mas a recordação de alguns fatos, marcas da anterioridade, que possibilitam a construção de uma narrativa do que se passou, colocada em diálogo com os afetos deixados no corpo daquele que conta. Com isso, podemos começar a enxergar aqui elementos que traduzem a relação estabelecida entre memória e imaginação, desobrigando o presente projeto de qualquer tentativa de dissociação entre as partes e, também, de uma busca por um tipo de registro institucionalizado.
Narrar uma experiência anterior ao momento do agora é trazer, por meio das vivências de quem lembra, algo que não é mais presente. Por esta lógica, podemos considerar que uma memória carrega a perspectiva de quem narra, sendo mediadora na interlocução entre o que ocorreu no passado e o olhar de quem testemunhou o ocorrido e que, no momento da lembrança (tempo presente), já se encontra distante do acontecido. A memória se coloca como uma vibração que deixa em movimento as ausências preenchidas pela imaginação. Entendendo a memória como uma construção permanente, podemos admiti-la também como uma invenção. Entre o que aconteceu e o contar, a consciência construiu um espaço propício para a atuação do imaginário, possibilitando articular pistas que compõem uma trama. Assim, “O que sonham as cidades?” propõe pensar o ato de imaginar como uma construção de ideias que criam tempo e imagem a partir dos afetos. “A ideia imaginativa é o esforço da mente para associar, diferenciar, generalizar e relacionar abstrações ou fragmentos, criando conexões entre imagens para com elas orientar-se no mundo” (Chaui, 2011,81). Nessa perspectiva, podemos acatar que não lembramos de algo do passado por completo, mas a imaginação une os fatos que foram impressos pelas afecções deixadas no corpo que narra. A imaginação, portanto, atua a partir da narrativa que, por sua vez, ordena a temporalidade, esta que não é mais a do tempo passado nem do tempo presente. Surge, por conseguinte, uma temporalidade própria e imagens reconhecíveis que auxiliam a conferir a apropriação da lembrança por quem a manifestou, distanciando a ideia da existência de um passado único.
Vale destacar que Aristóteles questionou se lembramos da afecção ou da coisa de que ela procede (Ricoeur, 2014,36). Em busca de respostas, ele fez alusão à figura pintada de um animal. Tal inscrição se mostra, ao mesmo tempo, que é ela mesma e a representação de outra coisa: nela existe quem a fez sob uma determinada causa (estado físico, fato) e a afecção que ela é capaz de provocar – isto é, a presença de uma parcela afetiva e as associações que suscitam (estado psíquico, afeto). São aspectos correlativos, visto que lembrar de algo não se reduz a visualizar simplesmente uma imagem. O mecanismo da memória fala sobre um objeto de sensação e, portanto, assim como a imaginação, é também um movimento da faculdade sensível.
Considerando, então, os fatos e os afetos como possíveis matérias-primas da memória e de suas relações com a transitoriedade, podemos considerar que o texto daquele que descreve um lugar a partir de suas lembranças é uma materialidade que a/o autora/autor utiliza para ter contato com uma cidade. A partir dessa descrição/materialidade é possível identificar rastros que “abrem” uma imagem – desenhada pela linguagem escrita – que provoca um outro tipo de percepção. Qual a marca temporal que um rastro produz? Como criar com rastros?
Rastros são entendidos por Jeanne M. Gagnebin (2012) como a presença de uma ausência e a ausência de uma presença. Ao produzir essa ambiguidade, o rastro aponta para uma certa impossibilidade de se definir marcas temporais para os elementos, mas cria aberturas para outras experiências. Parece ser nessa interseção entre tempos e afetos que a memória é trabalhada no “O que sonham as cidades?”. O projeto cruza duas dimensões: rastros intencionais e não intencionais. Quando uma pessoa relata sua memória sobre uma cidade, descrevendo algumas de suas construções, ruas, elementos naturais, podemos considerar que esses seriam os rastros intencionais, vistos como a vontade humana de deixar marcas (Benjamin citado por Gagnebin, 2012,27). Porém, quando uma outra pessoa, inspirada pela descrição recebida da cidade, cria uma memória para aquele lugar, o movimento proposto pelo exercício criativo trabalha e produz rastros não intencionais, entendidos por Gagnebin (2012,32) como “signo aleatório (…) desprovido de visada significativa”. Isto é, ainda que a memória inventada para certa cidade seja estimulada pela descrição feita a partir de elementos concretos que também atuam como marcas, a dinâmica criadora da memória gera seus próprios rastros. Dessa forma, o trabalho artístico de “O que sonham as cidades?” coloca em diálogo rastros físicos com rastros inventados, intercalando distintos níveis de marcas e fabricando novas marcas.
Os rastros criados pelos textos ficcionais atuam como agenciadores da produção audiovisual do projeto. A partir da leitura dos “rastros dos rastros” de fontes variadas, a equipe discute como o material verbal pode ser pensado para a linguagem sonora e visual. Quais rastros seguir? Quais memórias evocar para o Instagram? O modo como lemos os rastros produz uma imagem que, por mais que mantenha alguma relação com o rastro inicial, provoca uma abertura para outra percepção. Dessa maneira, a rede social seria o momento final da produção de rastros que constroem diferentes registros. Vemos três camadas de rastros: o rastro da descrição, o rastro da criação verbal e o rastro da criação audiovisual, que provavelmente produz outros rastros no público que acessa o perfil na rede social. O público, assim como ocorre com a/o autora/autor, ao assistir aos vídeos, interpreta o que está diante dele e quais rastros é capaz de reconhecer ou não. Esse espaço para processamento é quando o imaginário atua.
Desde aquela/e que descreve um lugar até o olhar do público, estamos lidando o tempo todo com uma memória que se estende à imaginação. Tanto as personagens, como as situações e os afetos das narrativas do projeto não partem de acontecimentos de fato passados, mas de temporalidades e imagens imaginadas pela/pelo narradora/narrador que se inspira na descrição de cidades possíveis de serem localizadas no mapa-múndi. Note como a relação memória e imaginação se manifesta em diferentes camadas nesse exercício de fundir o mundo físico e a ficção, a experiência vivida do corpo no mundo – os lugares descritos sob a perspectiva de quem já esteve neles – e a dimensão inventiva do corpo e da própria memória – colocado pela/pelo autora/autor a vivenciar outros regimes de tempo e espaço.
Nesse contexto, não há como ignorar os afetos, pois pessoas reproduzem cidades pela linguagem escrita a partir de suas lembranças, organizando e priorizando os detalhes a serem compartilhados. As memórias dos espaços físicos são desencadeadas pelos corpos que tiveram um encontro com esses lugares a partir de experiências individuais ou coletivas. Assim, não seriam os afetos a auxiliarem o sujeito, “explorador do passado” (Ricoeur, 2014,37), a decidir o que incluir ou não em sua descrição? Não serão os afetos que influenciam na escolha em mencionar uma rua e não outra, na descrição mais detalhada de uma ponte ou um estabelecimento ou, ainda, reparar no clima e não no calçamento? Afinal, ao descrever uma cidade, fazemos constantemente escolhas, adotamos pontos de vista – que não necessariamente se formam a partir de onde estamos fisicamente.
Muitas vezes percebemos uma cidade pelo que se sentiu e não tanto pelos processos que nos levaram até ali. Em contrapartida, no exercício de criação, também há o emprego dos afetos da/do escritora/escritor. É com base no olhar do outro, em um entendimento particular entre experiência humana e discurso, que “O que sonham as cidades?” inventa memórias, imaginando lugares, que pode ser motivado pelas partes do texto descritivo que o tomam e o auxiliam a construir uma imagem mental e configurações espaço-temporais próprias. As estórias são criadas pela via das apreensões de sua/seu autora/autor sobre as percepções de quem caracterizou uma cidade (corpo vivido), associando memória ao corpo (Sócrates citado em Benson et al., 1993,223) e, assim, relacionando o tema à inconstância das relações consigo mesmo e com os outros e os ambientes, que seriam as alterações nas formas de apreensão e representações mentais. No caso, são as percepções que movem as memórias imaginadas. Dessa maneira, a/o escritora/escritor não trabalha necessariamente com algo fora de si, mas a experiência dinâmica de um mundo percebido por diferentes olhares, em um jogo de construção física do ambiente, mediação e de fantasia, uma conexão de ideias imaginativas.
Portanto, a força do trabalho de “O que sonham as cidades?” está em propor um olhar para os lugares a partir da articulação entre vivências, memórias e imaginação. O projeto convida as pessoas a pensarem na pluralidade de experiências e memórias que fazem parte da cidade e que também a constroem. A memória é de ordem processual, sendo uma maneira de reconstruir no presente algo do passado, uma vez que os acontecimentos são reformulados no tempo presente e, dessa maneira, são afetados pelas contingências do momento (Gondar, 2016).
Conclusiones:
O encontro com a cidade é uma forma de apreensão que pode ser cultural, afetiva, sujeita a toda sorte de manipulação e interferências em suas representações. A descrição de uma cidade transformada em um projeto artístico permite acessar aspectos mais amplos, como o campo da imaginação. É um exercício de imaginar para produzir novos significados. Quando a memória “falha”, parece existir um apelo à capacidade imaginativa, o que nos permite dizer que a memória é também um mecanismo construtivo que aponta para o porvir. Como anteriormente apresentado, a memória não é um repositório de acontecimentos passados. Ela atua como um dispositivo de reinvenção do futuro, pois é intrinsecamente ligada à imaginação. Em “O que sonham as cidades?”, quando a descrição física de um lugar inspira a escrita do texto ficcional, que posteriormente será transformado em uma peça audiovisual, vemos a interseção de linguagens e camadas temporais. Há a intenção de refletir de que maneira queremos viver os lugares e quais outras formas possíveis de nos apropriarmos deles.
A reflexão levantada no projeto relaciona-se com a discussão de Ricoeur (2014) sobre imaginação e memória, em especial, quando o autor comenta que em ambas as instâncias havia a presença do ausente, enfatizando o caráter criativo e de reformulação. A presença de uma ausência citada por Ricoeur encontra analogia com a ideia de rastros percebida na iniciativa. Isso porque os rastros, segundo Gagnebin (2012), são indícios não intencionais, marcas que não parecem ter grande importância à primeira vista. No projeto, os rastros da descrição de uma cidade servem como disparadores para a criação do texto ficcional que, por sua vez, cria outros rastros para o vídeo produzido para o Instagram. Levando a noção adiante, o vídeo produz rastros no público que o recebe. Ou seja, a cada novo suporte, novos rastros, que trazem presenças e ausências dos suportes e exercícios criativos anteriores, em um movimento constante de reinvenção.
“O que sonham as cidades?” pensa os ambientes como malhas porosas à memória e à imaginação. Se as representações são sempre inventadas pelo que nos afeta (Gondar, 2005), o projeto propicia a recriação dos lugares por meio da arte e da singularidade das vivências. O primeiro vídeo postado no Instagram afirma que “As cidades podem ser antigas, podem ser de verdade, podem ser impossíveis (...). As cidades podem ser cenográficas, enfeitiçadas, mudar de nome, ter muitas ruas” (Sonham as cidades, 2021). O excerto demonstra a multiplicidade de experiências e as formas de narrar os lugares. Nesse sentido, o projeto busca fazer da arte uma prática discursiva transformadora, capaz de ver o espaço público como um lugar ressignificado, compartilhado, acolhedor e capaz de alimentar o sonho de futuros possíveis.
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Palabras clave:
memória, cidades, imaginário.
Resumen de la Ponencia:
Esta comunicação oral propõe analisar as apropriações, em livros escolares publicados ao longo do século XX, de modelos de representação visual consagrados no Museu Paulista da Universidade de São Paulo, enfocando sobretudo os conteúdos simbólicos neles presentes no que tange ao forjamento de uma identidade nacional que encontra no bandeirante sua essência. Popularmente conhecido como Museu do Ipiranga, o Museu Paulista foi instalado em 1895 no interior de um edifício erguido durante o Império para celebrar a Independência do Brasil. Em 1917, Afonso Taunay (1876-1958) assumiu a direção da instituição, tendo em vista as comemorações do Centenário da Independência, celebrado em 1922. Durante sua longa gestão como diretor (1917-1945), Taunay encomendou uma série de pinturas históricas e de esculturas celebrativas, reproduzidas à exaustão em livros didáticos brasileiros, material que carece de um exame detido em relação aos padrões discursivos dessa forma de apropriação. Vinculada ao Projeto Temático FAPESP Coletar, identificar, processar, difundir: O ciclo curatorial e a produção de conhecimento, esta apresentação busca colaborar com a reformulação da abordagem museológica dessa instituição estatutária da USP, de modo a aprofundar o tratamento curatorial das representações de bandeirantes. Tal ação se mostra desafiadora tanto no que toca à compreensão e tratamento histórico de seus circuitos museais de produção, coleta e difusão, quanto ao diálogo com os movimentos sociais que demandam uma abordagem contemporânea e crítica a tais evocações celebrativas, tarefa primordial tendo em vista a reabertura do Museu Paulista durante as comemorações do Bicentenário da Independência do Brasil.