Resumen de la Ponencia:
Después de la II Guerra Mundial, el modelo de una Europa integrada económicamente se convirtió en un imperativo histórico. La hegemonía americana establecida en dicha región en oposición a la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) durante la Guerra Fría se ha materializado en enormes volúmenes de capitales, fluyendo desde América hasta Europa a cambio de la creación de una institución supranacional que pusiera los países en segura alianza con el imperialismo americano. Gracias a un gran esfuerzo en favor de la industrialización de estos países y una urgente necesidad de defensa militar, se experimentó un avance de la industria de base. Este ciclo de crecimiento conocido como “la época dorada” se agota marcado por una crisis de acumulación en la década de 1970. La apuesta neoliberal, que asume el lugar destacado mediante la respuesta a esta crisis, se encontró a un inmenso mercado a ser conquistado por la Europa del este, controlada hasta entonces por el burocratismo estalinista, la cual se derrumbó económicamente. La ampliación del bloque se volvió la promesa de paz, desarrollo económico e igualdad de todas las naciones que adhirieron a los regímenes supranacionales. Los acuerdos comerciales que discriminaban a los no miembros del bloque, a su vez, presionaban las economías marginales que, no sin resistencia, terminaron sometiéndose al poder supranacional europeo. El proceso de ampliación del bloque europeo contenía los mismos objetivos de la Europa desde su fundación: liberalización del flujo de capitales, flujo de mano de obra, condiciones de cambio de acuerdo con las directrices del bloque y toda una serie de medidas para garantizar el establecimiento de la forma social de mercado. Las preguntas que deben plantearse en este contexto son: ¿hay una integración europea en el marco de la economía de mercado? ¿Qué significado tiene, desde el punto de vista de la economía política y de la ley del valor, una experiencia de integración regional como la europea? ¿El desarrollo económico desigual entre los países es resultado de una integración fallida? Evidentemente, es necesario delimitar el concepto de integración para llegar a lo que consideramos ser el destino necesario de nuestra discusión: la necesidad de una economía social planificada para Europa, y por consecuencia, de una economía social que sustituya la forma social del modo de producción capitalista.
Introducción:
La Unión Europea (UE) se encuentra ante una profunda crisis económica y política. Cada vez más, sus países miembros vuelven a enfrentar el proyecto europeo con desconfianza, reavivando el cuestionamiento de la llamada integración económica en el continente. El Brexit, proceso por el cual la Inglaterra dejó el bloque en 2020, materializó este conflicto, pero para todos los otros países que permanecieron ahí , como Italia, Francia y Alemania, se observa un apoyo popular cada vez mayor en favor de las posiciones políticas soberanistas que se oponen al gobierno supranacional europeo. Del otro lado del continente, potencias emergentes como China, India y Rusia se enfrentan con el orden global del imperialismo estadounidense, profundizando la crisis. La crisis financiera global de 2008, la crisis de la zona del euro en 2010, la crisis decretada por la Organización Mundial de la Salud en 2020 y ahora la guerra en Ucrania, cuya participación de la UE ya fue más allá de sus capacidades, son eventos relevantes para el análisis histórico general de las cuestiones que de ahí surgen.
Por ende, ahora más que nunca, es importante entender el abordaje actual de la disciplina de la llamada Integración Europea desde el punto de vista tanto económico como político. Para tal fin, es necesario hacer una recuperación de sus transformaciones históricas y, además, determinar en líneas teóricas una definición de integración económica en el marco de una economía de mercado desarrollada. Sin ese análisis genético, corremos el riesgo de dejar atrás la concatenación causal por detrás de las formas aparentes del proceso histórico. Para cumplir este propósito, la discusión de este texto se apoya en las bases teóricas de la teoría marxista del valor, dada que esta ofrece una hipótesis plausible sobre la interacción de los productores privados, o sea, el concepto desarrollado de la forma-valor en una economía de mercado.
Desarrollo:
Formación del bloque económico europeo y su ampliación: la consolidación de una economía de mercado.
En la primera mitad del siglo XX, Europa fue arruinada por las Guerras Mundiales y las sucesivas crisis económicas. La formación del bloque europeo se inició en la segunda mitad del siglo XX, con características determinadas por los eventos de la posguerra y su respectivo proceso de manutención y reconstrucción bélica, además, las bases de la acumulación capitalista eran particularmente marcadas por la industria de base. Las relaciones económicas de los países miembros de la UE trascienden los tipos de acuerdos bilaterales entre los estados nacionales e imponen una serie de acuerdos económicos más profundos, materializados políticamente por un poder supranacional.
Europa era parte fundamental de la manutención de la posición geopolítica de los Estados Unidos (EUA) en el globo. Después de la Segunda Guerra, el gobierno americano emprendió una ola de inversiones en los países destruidos por la guerra, en nombre de la manutención de su influencia. La formación del bloque económico europeo fue acelerada con los eventos de la Guerra Fría y la expansión de la influencia económica de la Unión Soviética en el continente.
La primera experiencia de la así llamada integración europea fue consolidada con el Plano Schuman, que promovió el Acuerdo del Carbón y del Acero en 1952. Se proponía que Francia y Alemania, posteriormente Bélgica, Luxemburgo, Holanda e Italia, pusieran sus industrias de base bajo el control de una autoridad supranacional, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). La fundación de la CECA implicó una enorme transferencia de poder del nivel nacional para el supranacional en torno de las decisiones sobre los precios, importaciones, exportaciones y producción de los sectores carboníferos y siderúrgicos nacionales. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue fundada en el mismo año de la fundación de la CECA. A pesar de estos avances, el proyecto de formación del bloque económico estaba lejos de ser definido a fines de la década de 1940, una vez que los países europeos seguían luchando para restablecer sus gobiernos y economías, mientras otros estaban directamente bajo ocupación militar. En este sentido, las limitadas capacidades de poder supranacional sobre los países de Europa Occidental fueron sobrecargadas por las condiciones de la guerra.
Frente la amenaza soviética a la hegemonía americana sobre el bloque, la así llamada integración europea ganó su primer salto decisivo por medio del Plan Marshall, que ofreció dinero para los países europeos a cambio de un programa conjunto de “reconstrucción económica”. En este sentido, los EUA presionaron al bloque para la creación de la Organización Europea de Cooperación Económica (OECE) en 1948, que estableció las normas de mercado entre los países europeos y los EUA. El Plan Marshall destinó 12 mil millones de dólares, de modo que la mitad fue para el Inglaterra, Francia y Alemania occidental, mientras la OECE determinó la disminución de las barreras comerciales intraeuropeas y estableció un sistema intraeuropeo de pagos llamado Unión Europea de Pagos (UEP), liberando masivamente los flujos comerciales dentro de Europa. El dinero americano básicamente fundó la UE en la posguerra y su proyecto de integración, presionando a los países a profundizar aún más en la liberalización del comercio, mientras los EUA financiaban los déficits de estos países.
A diferencia de la post Primera Guerra, cuyo fuerte proteccionismo resguardaba los intereses de las industrias nacionales, después de la Segunda Guerra, la así llamada integración europea significó el abandono de las barreras comerciales coordinadas por la OECE y la UEP. Una tendencia a observar es que a medida que los negocios son bien sucedidos frente a las innumerables oportunidades de mercado que la destrucción que la guerra promovió, garantizando un acúmulo satisfactorio de capitales, tal recuperación económica volvió a despertar un retroceso del plan de la transferencia de soberanía nacional para un poder europeo, y a su vez, al proyecto de integración europea.
Para evitar esta tendencia, desventajosa para la hegemonía americana, en 1958 fue ratificado el Tratado de Roma por los miembros de la CECA, sustituyéndolo por la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM) y la Comunidad Económica Europea (CEE). El Tratado de Roma promovió un profundo cambio económico. Su objetivo era "supervisar el mercado”, “controlar el respeto por las reglas de la concurrencia” y “asegurar la transparencia de los precios”. Tales objetivos serían supuestamente perseguidos, sobre todo con la liberación arancelaria. El tratado formaba la unión aduanera, eliminando las tarifas y cuotas del comercio intra-CEE y adoptando un arancel común sobre las importaciones con los países no miembros, así como garantizando la movilidad libre de la fuerza de trabajo, integración del mercado de capitales y libre flujo de capitales, comercio y servicios.
La así llamada integración europea significaba para muchos países una amenaza a la competitividad y a los intereses nacionales conquistados en la posguerra. La política de regulación del mercado protegía las empresas nacionales, mientras la política del “libre comercio” deseado por el Tratado de Roma protegía a los monopolios. Después del tratado, se inició un largo periodo, que duraría décadas, de ampliación del bloque económico para el ingreso de los países no miembros. Esa tendencia promovió muchas contradicciones en este proceso. El bloque pionero de los seis países formados por la CECA, bajo el régimen de la CEE, vuelven a experimentar un declive de la “competitividad económica”, o sea, de la acumulación de capital. La expansión de la liberalización del mercado volvió a mirar a los países cuya economía nacional todavía conservaba alguna soberanía. La apertura del bloque económico cumplió este propósito de expansión, aunque el atraso de muchos países no miembros sería una razón para las futuras protestas del proyecto integrador.
En efecto, la primera ampliación del bloque fue tímida, soslayado por acuerdos bilaterales externos, marcado por una baja confianza en el proyecto de “cooperación”. El rechazo de algunos países a ingresar en el bloque se expresó a través de referendos populares. Las economías nacionales aún querían proteger su crecimiento alcanzado en la posguerra. Como pide el itinerario, todavía faltaba una crisis más profunda para reorganizar Europa, esa vendría como consecuencia.
Cuando la CEE fue fundada, los países que inmediatamente no componían el bloque, liderados por Inglaterra, se organizaron en torno a un bloque externo, la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), cuyos acuerdos pretendían hacer frente a la presión ejercida por la CEE. La primera ampliación del bloque aconteció en 1960-1970, cuando Inglaterra, Dinamarca, Irlanda y Noruega abandonaron la AELC e ingresaron en la CEE. Pero, aún así, el proyecto “integrador” sufrió fuertes reveses de las crisis económicas provocadas por la impresión desmedida del dinero estadounidense para financiar la guerra del Vietnam, que coincidió, además, con la crisis de los precios del petróleo. La década de 1970 fue marcada por la estanflación, de modo que los banqueros de los EUA y de Europa, en nombre del combate a la inflación, indujeron a Europa a una recesión larga y dolorosa.
En la ofensiva persistente para la expansión de la liberalización del mercado, fue creado el Acto Único Europeo (AUE), que sumado con las políticas de liberalización arancelaria entre los miembros de la CEE, debería garantizar la circulación de mano de obra, capital y servicios. Las cuatro libertades evocadas en el programa eran la libre circulación de mercancías, servicios, personas y capitales. La adhesión al programa presionó indirectamente a los países de la AELC hacia el ingreso de los no miembros al CEE.
Posteriormente, el Tratado de Maastricht representó el más profundo acuerdo de “integración europea” desde el Tratado de Roma. Los miembros se comprometieron a transferir su soberanía nacional sobre el poder monetario para el poder supranacional del Banco Central Europeo y el abandono de sus monedas nacionales por el euro. Hubo nuevas restricciones a las políticas fiscales y de gastos de las naciones de la zona del euro y un cambio hacia la supervisión bancaria por el Banco Central Europeo y las grandes corporaciones financieras, en vez de una supervisión nacional. Al principio, diversos países rechazaron el acuerdo, como Inglaterra, Francia, Alemania y Dinamarca, pero posteriormente se sometieron a las nuevas condiciones. El Tratado de Maastricht implicaba la remoción de aranceles de productos industrializados, imponía la “libertad económica” para la comunidad europea bajo la definición de “políticas de concurrencia y normas armonizadoras de mercado”.
El tratado también abrió el camino definitivo hacia la inserción de los países del este europeo, recientemente liberados de la influencia soviética, a la participación del bloque económico, lo que provocó resistencia por parte, sobre todo, de los países ricos. Eso es porque, países como Checoslovaquia, Polonia , Hungría, Rumanía, Bulgaria , Albania, Estonia, Letonia y Lituania eran esencialmente pobres, agrarios y populosos. Puesto que la Unión Europea gastaría una relevante parte de su presupuesto en haciendas y regiones pobres, la ampliación a este fue visto como una amenaza para ciertos grupos de interés.
El acuerdo de ingreso de los países pobres del este al bloque económico se concretó solo en la década de 1990, en una reunión en Copenhague. Las condiciones para la entrada de los países pobres en el bloque poseían la misma naturaleza de todos los tratados anteriores de la UE y reproducían su principio político fundamental: la instalación del mercado capitalista. Ideológicamente, las condiciones aparecían como la consolidación de la “estabilidad política de las instituciones que garantizan la democracia”, “el Estado de derecho”, “los derechos humanos” y el “respeto y la protección de las minorías”. Del punto de vista económico, los países deberían proveer una “economía de mercado viable”, “capaz de hacer frente a la presión de la concurrencia y las fuerzas de mercado de la UE” y aceptar los tratados anteriores, así como desarrollar la capacidad para asumir las obligaciones inherentes a la adhesión, incluyendo la adhesión a los objetivos de la unión política, económica y monetaria.
Después de esa ampliación decisiva, el cisma europeo no se resolvió por completo. Reformas institucionales fueron promovidas para neutralizar el poder decisorio de los países del este en el bloque europeo, manteniendo una estructura de poder en la UE. Las divergencias que se siguen desde allí, reflejan el conflicto entre los intereses nacionales y supranacionales de los estados. La cuestión decisoria expresa una crisis mayor sobre la disputa económica alrededor de los nuevos países entrantes. El problema no era solo que los países pequeños tenían demasiado poder de decisión sobre los países ricos, si no también el riesgo de no someterse al proyecto económico europeo de apertura de los mercados y austeridad de los países entrantes . En esencia, la entrada de esos países en el bloque no significaba la garantía de que ellos alcanzarían el desarrollo de los países ricos, pero que serían soporte para la manutención de las tendencias monopolistas de los países ricos.
Las intenciones de la UE han reforzado su poder supranacional sobre los estados nacionales; sin embargo, esa expectativa es frustrada constantemente a lo largo de toda la historia de la “integración europea”. Las tentativas siguieron con el avance del Tratado de Ámsterdam (1997) y su continuación en el Tratado de Niza (2001). Ambos Tratados lidiaban con el cisma nacional frente al supranacional entre los países incluidos en el bloque. La idea era garantizar una configuración institucional de concesión al poder soberano de la UE. Pero hay muchas barreras para imponer definitivamente eso a cada estado miembro y, por tanto, la lucha sigue abierta.
Integración Europea: redefinición conceptual bajo las bases de la teoría del valor marxista.
La formación del bloque europeo fue inicialmente presentada como un proyecto de “integración europea”. Esa idea no solo está presente en las instituciones que conforman el poder supranacional europeo, como alcanzó el estatus de disciplina en la investigación universitaria académica. Diversas tesis alrededor del tema se dividen entre los que apoyan y los que cuestionan tal integración. En este último caso, hay una discusión sobre las fallas de ese proyecto integrador y como superarlo, pero sin llevar la crítica hasta el fin del verdadero significado del problema. Los sectores más críticos de dicho proyecto, apuntan las enormes desventajas para los países pobres de integrarse en el bloque europeo sin someterse a las consecuencias de austeridad impuesta a ellos. Algunos académicos keynesianos ponen la tónica de la divergencia en las distintas capacidades productivas industriales que representan un obstáculo a una genuina integración (Engelbert Stockhammer, Durand, List, 2016). Sectores monetaristas apuntan fallas en las políticas fiscales y financieras del problema (Beichelt, ONdarza, Verheugen, 2011), en cuanto otros críticos centrándose en análisis institucionales del proyecto europeo reconociendo la divergencia del desarrollo de las diversas regiones del bloque (Bohle, Greskovits, 2012, 2001). Para la mayor parte de las críticas, la discusión queda esencialmente aislada a una problemática institucional y la búsqueda por su perfeccionamiento o configuración determinada como solución final, que sería capaz de revertir el fracaso de la integración.
Las diversas posiciones que de ahí se presentan, en todo caso, comparten el concepto de “integración europea” sin ofrecernos una definición adecuada que asimile las condiciones y las leyes reales de la economía de mercado capitalista. Eso es porque, en la mayor parte de las discusiones, la economía de mercado, no importando su configuración institucional con mayor o menor participación del estado, se presenta como “elemento natural”; esto es, como un supuesto del sistema económico europeo, el “alma de la organización social”, cuya explicación es expurgada del desarrollo histórico determinado que asumió. Por lo tanto, un elemento metafísico de la teoría, cuyo análisis teórico o la superación crítica no se presenta como esencial.
Para cumplir tal brecha, la teoría marxista del valor aparece como un apoyo teórico útil, pues es una teoría que ofrece las bases teóricas fundamentales definidoras de una economía de mercado. Las diversas configuraciones institucionales que se forman a partir de bases de ese sistema económico, no pueden apagar, cuando partimos de la tesis marxista, el elemento fundador de ese sistema económico y que debe ser la línea explicativa de lo que se sigue en las puntas del fenómeno social, como el dinero, las instituciones, las leyes y la ideología. Dentro de la teoría del valor, encontramos la teoría del fetichismo de la mercancía, que puede considerarse como la teoría general de las relaciones de producción en la economía mercantil-capitalista.
Recuperada esa noción, la idea de “integración europea” revela su completa incompatibilidad con su propio sistema económico en su etapa monopolista, un enmascaramiento directo de la verdadera esencia del mercado europeo, un sistema fetichista; esto es, un sistema cuyos productores privados están imperativamente separados por el mecanismo de la concurrencia de mercado. Si pudiéramos dar una corta definición a esta contradicción en términos, podríamos afirmar que la integración europea es la propia realización de la separación directa de los productores. Además, cabe entender como ese elemento fundador se realiza en una etapa cuyos productores de mercancías reales son absorbidos cualitativamente por las empresas; cuya mercancía principal, a través de un mecanismo muy bien determinado, es la propia mercancía dinero-capital, consagrando los bancos y los agentes financieros que distribuyen tal capital a la sociedad, el puesto de señores de toda la situación.
La teoría de Marx sobre el capitalismo no nos ofrece, directamente, una cronología histórica de su desarrollo, sino un desarrollo abstracto de la forma-social del valor. Aunque los primordios de esa forma social, obviamente, coinciden con sus principios histórico-sociales, relaciones de producción que se desarrollan bajo ciertas condiciones técnico-materiales. Esa comprensión pone en cuestionamiento definitivamente los planteamientos metodológicos del campo de la economía política que abordan la integración europea.
La forma-social, que precisamente en el capitalismo es la forma-valor, no aparece a los ojos a primera vista, pero solo puede ser capturada a través de la abstracción teórica. En este sentido, el primer error metodológico de la economía política en el campo de la disciplina de la integración europea es reconocer solo los elementos tangibles de la historia y de la economía, o sea, las leyes, tratados, instituciones, órganos decisorios y sus formas de decisiones, etc., cuyas soluciones para los más diversos conflictos no pasan de elaborar una nueva configuración de esos fenómenos.
Para que el capitalismo consolidara el mercado en su forma desarrollada, fue necesario primeramente consolidar las bases objetivas del fetiche de la mercancía. La acumulación primitiva del capital fue un largo proceso histórico, que ha consolidado la separación de los productores de sus productos del trabajo: la separación del campesino a la tierra y la separación de los asalariados de sus medios de producción y de vida. Además de la separación de los trabajadores de sus medios de trabajo, ha consolidado la separación de los productores privados, uno en relación con los otros. Las empresas ya no intercambian mercancías directamente, sino a través de una mediación del mercado, de la concurrencia. O sea, los productores se enfrentan indirectamente, confrontando las mercancías bajo las leyes de regulación autónomas del valor.
A fin de consolidar tal forma, el dinero cumple un papel esencial, dado que es la forma material ideal para que ese tipo de relación de producción pueda funcionar con eficiencia. Sin embargo, no es el propio dinero que explica la forma social o que funda la forma social, de manera que, en otras formas sociales, el dinero y su cualidad de ser dinero (representante universal de todas las mercancías, facilitador y mediador de cambio) también ha sido capaz de asumir esas funciones.
La forma social de la economía capitalista, por consiguiente, es la forma por la cual los organizadores de la producción son productores independientes y privados de mercancías. “Toda empresa aislada, privada, autónoma, es decir, su propietario es independiente, está preocupado apenas con sus propios intereses, y decide el tipo y la cantidad de bienes que producirá.” (…) “La producción es administrada directamente por los productores de mercancías aislados y no por la sociedad. La sociedad no regula directamente la actividad de trabajo de sus miembros, no determina el que va a ser producido ni cuánto.” (Rubin, 1980, p. 21). En consecuencia, la sociedad regula indirectamente la actividad de trabajo de las personas,
a medida que la circulación de los bienes de mercado, la elevación y caída de sus precios, conducen a las modificaciones en la distribución de la actividad de trabajo de los productores de mercancías aislados, a su entrada en determinados ramos de producción o salida de ellos, a redistribución de las fuerzas productivas de la sociedad. (Rubin, 1980, p. 22)
La forma desarrollada del capitalismo, que se manifiesta a través de la comparación generalizada de los diversos trabajos y posteriormente de la comparación generalizada de los diversos capitales, no puede existir sin la forma privada, cuyos productores están separados, atomizados, mediados por el cambio, lo que significa en esencia, para retomar el tema de integración europea, la propia desintegración de las relaciones directas de los diversos productores.
Teniendo en cuenta que los diversos Tratados europeos que hacían avanzar el proyecto de la llamada integración europea significaron concretamente la recuperación del mercado bajo los principios liberales de “normas armonizadas” y “políticas equitativas de concurrencia”, dicho de otro modo, la propia consolidación de las condiciones del “libre mercado”, la expansión de la “integración” significó en esencia justamente lo contrario: la separación de los productores privados, que vuelven a enfrentarse solo a través del cambio regulado por el valor.
Dada la enorme divergencia productiva y social de los varios miembros europeos, el intercambio entre los diferentes productores, se hace asimétrica, fagocitando los negocios nacionales en favor de los grandes monopolios supranacionales y, en efecto, la dependencia financiera de los países pobres hacia los países ricos, verdaderamente competitivos. La forma social que garantiza ese enfrentamiento atomizado y no planeado de los diversos productores privados ya tiene sus ganadores declarados de antemano.
Así que, la idea de integración europea no puede existir por fuera de la superación de la forma social del valor, de cómo los productores privados y pulverizados se relacionan a través del cambio. Es posible, por lo tanto, que no haya ninguna integración, aunque hablemos de una serie de países unidos por la misma política fiscal o tasa de cambio. Podríamos todavía mencionar que una integración debería suponer una relación previa entre los varios productores y no la mera yuxtaposición atomizada de todos ellos, por más “equitativas” que sean las condiciones de mercado. Si lleváramos hasta las últimas consecuencias ese supuesto, nos encontraríamos con el hecho de que el opuesto de la forma social del valor sería la forma social por la cual los productores se relacionan antes del cambio y los miembros de la sociedad determinan los rumbos de la producción de acuerdo con las necesidades sociales y las capacidades productivas, en otras palabras, una economía planeada. La consecuencia de esa discusión debe ser detallada en otra etapa, una vez que, el propio concepto de planificación obtenga un significado determinado que no sea apenas una organización bajo la misma forma social.
Conclusiones:
Todos los tratados que han consolidado la formación económica del bloque europeo, así como su posterior aplicación, han tenido el propósito de establecer las bases de una economía de mercado liberal entre los diversos miembros que se insertaron en él. A este proceso político económico, se denominó habitualmente de integración europea. Desde entonces, la integración de los países parece justificada como la condición en que los diversos productores de las naciones europeas se enfrentan en un mercado competitivo bajo las mismas condiciones de concurrencia fiscal y monetaria. La condición fundamental de esa integración implicó la abdicación de los poderes nacionales en favor del poder supranacional europeo, finalmente controlado por el Banco Central Europeo y sus agentes financieros, socavando cualquier capacidad soberana de los países de decidir y proteger su propio desarrollo económico.
Lo que aparece como un escenario de establecimiento de una igualdad competitiva, se revela en esencia como la más profunda desintegración de la cooperación económica de esos países. Esa síntesis solo puede ser alcanzada con base en una teoría que comprenda los elementos más fundamentales y abstractos de las leyes capitalistas de regulación del trabajo, del capital y su distribución. La teoría capaz de ofrecernos la desmitificación de esa supuesta igualdad es la teoría del valor de Marx, cuyas bases fundamentales descansan en la teoría del fetichismo de la mercancía, la teoría fundamental de las relaciones sociales de producción en el capitalismo.
Bajo la comprensión marxista, la forma social del valor es aquella cuyos productores independientes y privados solo se relacionan en el acto de cambio, o sea, la consolidación del mercado es precisamente la consolidación de la atomización de los productores privados. Las bases objetivas del fetiche de la mercancía es la separación de los productores de sus productos laborales y de los medios para producirlo. A tal efecto, la integración europea se vuelve a revelar como una contradicción en los términos, dado que la ampliación del bloque europeo no es más, que la imposición de todos los productores a esa condición de productores independientes y pulverizados.
La verdadera integración europea, por lo tanto, solo se puede pasar mediante la propia superación de la forma social del valor, o sea, mediante la consolidación de su exacto opuesto, una planificación económica que conecte los diversos productores y que, por consiguiente, sustituya el valor como forma social mediadora de los cambios de mercancías. No se trata, sin embargo, del establecimiento de un estado de cosas ideal, de la supresión de toda y cualquier ley de regulación o un establecimiento de decisiones normativas institucionales y estatales sobre la producción, sino de la sustitución de la forma-valor por una nueva ley reguladora de la producción y distribución de los productos de trabajo, es decir, una planificación económica.
Bibliografía:
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Bohle D; Greskovits, B. Capitalist diversity on Europe's periphery. New York: Cornell University Press, 2012.
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Rubin, I. A teoria marxista do valor. São Paulo: Brasiliense, 1980.
Stockhammer, Engelbert & Durand, Cédric & List, Ludwig. (2016). European growth models and working class restructuring. An International post-Keynesian Political Economy perspective. Environment and Planning A. 48. 10.1177/0308518X16646373.
Marx, Karl. Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie. Dritter Band. Hrsg. v. Friedrich Engels. Hamburg, 1894 by Karl Marx. MEGA II.15.Berlin: Akademie Verlag, 2004.
Palabras clave:
Integración europea; Teoría marxista del valor; Crisis económica; Unión Europea.