México -
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Resumen de la Ponencia:
La crisis de hegemonía del Estado neoliberal tuvo su origen en su carácter estructuralmente neooligárquico, cuya representación política fue exclusivamente orientada en pos de los intereses de las burguesías trasnacionales y financieras, excluyendo de ella al grueso de las clases subalternas.
Ese carácter neooligárquico hizo proclive al Estado neoliberal a múltiples crisis políticas coyunturales y a impugnaciones de los movimientos subalternos en distintas ocasiones, hasta que, en 2006 se abrió una crisis de hegemonía que, provocaría el declive de la legitimidad y de la autoridad del Estado neoliberal, ante lo cual, el movimiento subalterno habría de organizar un nuevo bloque de poder, capaz de disputar la conducción estatal.
El punto más álgido de aquella crisis de hegemonía se dio en 2018, con la arrasadora victoria de la izquierda en las elecciones presidenciales y parlamentarias, abriendo un nuevo ciclo de disputa que se mantiene abierto hasta el día de hoy.
Introducción:
En México, la hegemonía del Estado neoliberal implicó fuertes conflictividades entorno a la representación política, teniendo en este eje una de sus debilidades estructurales más serias debido a su carácter constitutivamente neooligárquico, desnacionalizante y de extrema subordinación, lo que le envolvió en conflictos constantes de legitimidad, representación y autoridad. El Estado neoliberal no pudo desplegar una hegemonía estable y se enfrentó recurrentemente a fuertes conflictos para sobrellevar la conducción universal de la comunidad, negándose a abrir su proyecto para incorporar a otras clases distintas a la suya.
El Estado neoliberal terminó de horadar las mediaciones construidas a lo largo del siglo XX por el Estado nacional-desarrollista, debido a la extrema concentración del poder político y al encumbramiento de un proyecto que puso en marcha un saqueo desmesurado de los recursos naturales y energéticos, con los capitales trasnacionales y financieros como principales beneficiados, excluyendo al grueso de la población del funcionamiento de la democracia mexicana y también de las ganancias del patrón de reproducción del capital, provocando una profundización de la pobreza y una generalización de la precarización de las condiciones de vida mientras el bloque dominante disfrutaba de los beneficios del saqueo.
La capacidad de representación general del bloque neoliberal mexicano fue recurrentemente débil, provocando una hegemonía enfrentada a constantes impugnaciones de otras clases excluidas de su proyecto. La dificultosa y débil capacidad de representación política nacional es lo que se ubica como una explicación central para entender la crisis de hegemonía del Estado neoliberal mexicano.
Desarrollo:
El papel de la neooligarquización de la representación política en la crisis de hegemonía del Estado neoliberal mexicano
Desde la concepción gramsciana, las crisis de hegemonía son crisis de autoridad del Estado en su conjunto, en la que los dirigentes dejan de representar al resto de la comunidad, dando lugar a una oposición entre ambos.
“En cierto punto de su vida histórica los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, o sea que los partidos tradicionales en aquella determinada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que los constituyen, los representan y los dirigentes no son ya reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. Cuando estas crisis tienen lugar, la situación inmediata se vuelve delicada y peligrosa, porque el campo queda abierto a soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por los hombres providenciales o carismáticos. ¿Cómo se crean estas situaciones de oposición entre representantes y representados, que del terreno de los partidos (organizaciones de partido en sentido estricto, campo electoral-parlamentario, organización periodística) se refleja en todo el organismo estatal, reforzando la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública? En cada país el proceso es distinto, si bien el contenido es el mismo. Y el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que se produce ya sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas (como la guerra) o porque vastas masas (especialmente de campesinos y de los pequeño burgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución. Se habla de ‘crisis de autoridad’ y esto precisamente es la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjunto” (Gramsci, 1984, cuaderno 13, nota 23).
En México, bajo la hegemonía del Estado neoliberal, la representación política y la articulación de consensos generales se dieron de manera acotada, por el carácter neooligárquico, desnacionalizante y particularmente excluyente de su proyecto, lo que suscitó recurrentes impugnaciones subalternas y crisis políticas coyunturales (1988, 1994, 2006, 2014, 2018), que en su conjunto fueron gestando una crisis de hegemonía mayor, de larga duración, que el bloque dominante fue sorteando a través de estrategias represivas y propaganda ideológico-cultural.
A lo interno del país, la hegemonía neoliberal, se sostuvo debido a que, en términos culturales se desarrolló sobre el auge de una ideología de consumismo exacerbado, individualismo meritocrático y endeudamiento como sinónimo de estatus clasista, constituyendo un ambiente de despolitización generalizada y una posición de pasividad y conservadurismo por parte de las capas medias urbanas.
Aunque la cultura individualista, consumista y meritocrática de la globalización capitalista fue uno de los pilares más importantes de legitimidad y arraigo de la hegemonía neoliberal, al pasar de los años, esos elementos se fueron haciendo insuficientes para mantener la gobernabilidad política. El carácter neooligárquico, excluyente y desnacionalizante del Estado neoliberal, conllevó una constante debilidad estructural en términos de representación política. El bloque dominante actuó siempre de manera instrumental en beneficio del gran capital trasnacional y financiero, negándose a generar una representación política más amplia que abarcara a sectores de las clases dominadas.
Si en el siglo XX, la hegemonía del Estado mexicano tuvo la capacidad de hacer pasar al desarrollo capitalista industrializador como interés general de la nación, en el siglo XXI, el Estado neoliberal no tuvo la misma iniciativa. Por hallarse anclada a la fuerza cultural del capitalismo trasnacional y representando exclusivamente los intereses de las burguesías trasnacionales y financieras, la hegemonía neoliberal no construyó consensos nacionales duraderos.
De la relación de subalternidad de la sociedad bajo el autoritarismo nacionalista del Estado del siglo XX, se pasó a una subalternidad autoritaria e instrumentalista del Estado frente al proyecto empresarial del siglo XXI. Durante el auge del Estado nacional-desarrollista, el presidencialismo estatal fue un modo de desarrollar una conducción política autoritaria hacia adentro, que aunque reproducía la dependencia económica, se mantenía con cierta autonomía relativa respecto de los países extranjeros. En el régimen neoliberal el presidencialismo subsistió pero como institución al servicio de la conducción del capital trasnacional financiero, menguando las antiguas bases sociales del presidencialismo del Estado nacional-desarrollista.
Las clases subalternas, profundamente desarticuladas, golpeadas y desorganizadas por el embate neoliberal, dejaron de tener órganos de mediación con el Estado y pasaron a incorporarse a los grandes mercados de informalización laboral, sin posibilidades para la organización política. El Estado neoliberal fue anulando los consensos desarrollados por el nacionalismo del siglo XX, lo que le llevó a perder la apariencia de representación general, asumiendo la representación instrumental de la burguesía bajo el auspicio de un proyecto gerencial. La propuesta de consumo e individualización[1], sirvió para excluir a la sociedad de la toma de decisiones, aislándola de la política, aunque esta se rebeló en distintos episodios de impugnación subalterna.
En 1988, ante la imposición de la candidatura. Neoliberal de Carlos Salinas de Gortari, se suscitó una nueva alianza de grupos nacionalistas que salieron del PRI y partidos socialistas que lanzó una candidatura propia neocardenista. En las elecciones se impuso un fraude electoral y eso provocó una masiva movilización impugnadora, que, aunque se vio incapacitada para impedir la llegada de Salinas, articuló un nuevo partido de izquierda institucional opositora al régimen neoliberal.
En 1994, ante la crisis económica, el gobierno zedillista devaluó la moneda, aumentó la deuda externa, realizó un gran rescate bancario con cargo al erario público y arreció el programa de privatizaciones, consolidando la representación exlusivamente empresarial del Estado neoliberal y cargándole a las masas el peso del rescate bancario. Tanto la persistencia del conflicto indígena en Chiapas como sus demandas impugnadoras al neoliberalismo, inspiraron movilizaciones populares que clamaron por el fin de la guerra, haciendo que el papel de la representación del Estado se viera cuestionado.
No bastaron las reformas electorales ni las concesiones a los otros partidos (cuando se cedió al PAN y al PRD diversas gubernaturas) que estableció el zedillismo, la presión fue tan fuerte que el bloque dominante tuvo que flexbilizar la conducción y transitar a una rotación en el partido gobernante, bajo el orquestamiento de la gran burguesía trasnacional y financiera.
Partiendo desde esa reflexión se puede apreciar que en los últimos años del siglo XX, las clases subalternas no tuvieron una posición pasiva en todo momento, desarrollaron movimientos de impugnación, aunque se vieron imposibilitados para disputar la conducción estatal. El bloque dominante reaccionó proponiendo la supuesta “transición a la democracia”, con tal de conservar el poder y asegurar la continuidad neoliberal. Sin embargo, la alternancia de 2000 no fue una “transición democrática”, sino un proceso de apertura a la competencia multipartidista, que perpetuó la exclusión neooligárquica de las clases subalternas de la conducción estatal.
A poco de iniciar su gobierno, Fox se negó a desmontar las estructuras estatales del priísmo y prefirió consolidar el PRIAN como “partido del orden mexicano” (Oliver, 2016, pág. 67), que, paradójicamente, a pesar de ser una ampliación multipartidista, se cerró aún más en términos de la canalización de las demandas sociales[2] y se autoestableció como un partido unificado al servicio de las burguesías trasnacionales y financieras. La política de Vicente Fox se concentró en profundizar la ideología de empresarialización e individualización de la sociedad, fomentando al máximo la lógica de consumo y endeudamiento, a la par de recrudecer la política económica de privatización, dedesnacionalización económica y de subordinación ante EUA.
Bajo el gobierno de Fox, tuvo lugar un proceso de frustración social, el gobierno foxista demostró no tener la capacidad de representación popular que se quiso hacer ver, pues se dio la flagrante continuidad del proyecto neoliberal. Con el intento de gravar el Impuesto sobre el Valor Agregado (IVA) a alimentos y medicinas y las privatizaciones de carreteras, ingenios azucareros y aeronáuticas se evidenció la continuidad neooligárquica del bloque neoliberal.
Las esperanzas populares de “transición democrática” se disolvieron y las miradas entonces se enfocaron en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en la Ciudad de México, quien desarrolló un amplio programa de apoyos sociales a adultos mayores, madres solteras y estudiantes que ayudó a la población a paliar los estragos de las políticas económicas neoliberales foxistas y que abrió un boquete de posibilidad de redistribución del ingreso a contrapelo de la doctrina tecnócrata.
En 2005, las multitudinarias protestas y concentraciones contra el desafuero de AMLO en la Ciudad de México y las movilizaciones contra el fraude electoral del año siguiente dieron nacimiento a un movimiento de masas que repudió la imposición antidemocrática, manifestando con ello, la falta de representación política de la conducción estatal.
El año 2006 marcó un punto de inflexión pues con la irrupción en el escenario nacional del movimiento obradorista y con las revueltas populares en Oaxaca y Atenco, cuajó un nuevo ciclo de movilización subalterna que se mantuvo constante y que, en el caso del obradorismo, dio pie a una incursión de las masas en el escenario de la disputa institucional de la conducción estatal.
El obradorismo llamó a la construcción de un “gobierno legítimo” para hacer sombra al gobierno de Calderón, y a la organización de comités ciudadanos cuya principal tarea fue romper el “cerco informativo”. Ese movimiento de ampliación de las bases de la izquierda electoral marcó el inicio de la conformación de un nuevo poder que señaló la ilegitimidad del nuevo gobierno, y por consiguiente, de la neooligarquización de la representación política neoliberal.
Para resolver la crisis política de 2006, Felipe Calderón pactó la Iniciativa Mérida, y de la mano de los estrategas de EUA instaló un estado de shock represivo que desplegó al ejército en todo el territorio nacional e inició una “guerra contra el narcotráfico” que paralizó a la sociedad. La guerra y el estado de shock sirvieron como salida autoritaria para neutralizar militarmente la ilegitimidad que cargaba nuevamente el Estado neoliberal.
El sexenio de Calderón se tradujo en un período crítico para el bloque neoliberal. A pesar de que la alianza entre el PRI y el PAN fue central para sostener a Calderón, ni uno ni otro partido pudieron proponer una nueva ruta que proveyera de mayor estabilidad hegemónica al Estado neoliberal, ni siquiera intentaron aparentar ser correas de representación general, solo reprodujeron su papel de instrumentos de representación de las clases dominantes[3] y apostaron por la violencia con el fin de garantizar al gobernabilidad.
Frente a ese panorama y de cara a las elecciones de 2012, el bloque neoliberal se negó a plantear una reconfiguración del Estado y se empeñó en continuar por el camino de la gobernabilidad autoritaria, volviendo al PRI, para abrir una válvula de escape que aligerara la crisis de hegemonía que se venía acumulando.
A pesar de que, con el movimiento #YoSoy132 hubo importantes brotes de resistencia; y de que, con el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) se sostuvo el respaldo a Andrés Manuel López Obrador, el grueso de la sociedad mexicana se encontraba agotada, empobrecida, precarizada, despojada de organización y desarticulada por la guerra, por lo que no pudo plantear un camino alternativo. Grandes sectores de las clases subalternas cedieron ante la frustración y desesperanza y se decantaron por vender o intercambiar su voto o sencillamente por votar por “el viejo conocido”, esperando que así volviera un poco de la vieja estabilidad desarrollista del siglo XX.
La compra de votos en las elecciones fue efectiva y también lo fue el Pacto Por México (PPM) que además del PRIAN, incorporó al PRD luego de la salida de López Obrador y el encumbramiento de la corriente afín al bloque neoliberal. Sin embargo, la creación del PPM y el regreso del PRI a la presidencia no significó la recuperación del proyecto nacionalista, porque la llegada a la presidencia no fue para desarrollar un proyecto nacional de desarrollo como lo fue antaño, sino para ponerse al servicio de la hegemonía del capital trasnacional financiero.
La ideología nacionalista fue uno de los principales ejes de articulación de la hegemonía del Estado nacional-desarrollista del siglo XX, sin ese eje, el corporativismo, el clientelismo y el presidencialismo se redujeron a ser formas de control político de contención, pero perdiendo su utilidad de mediación y legitimación del Estado. No se buscó incorporar subordinadamente a las masas al proyecto del Estado, solo contener el descontento para ganar tiempo y apresurar el saqueo. El proyecto de retorno del PRI a la presidencia mantuvo la exclusión de la sociedad de la representación política de manera neooligárquica.
A pesar de que el bloque neoliberal inyectó grandes sumas de dinero a propaganda en los grandes medios de comunicación (Badillo, 2019) y se respaldó en el proyecto cultural de consumo individualizado como eje de contención del descontento, con todo y eso no se pudo evitar la continuidad del declive hegemónico del Estado neoliberal. La desesperación del gobierno del PRI para mantener la gobernabilidad devino en mero control político, que lejos de estabilizar la situación nacional, aceleró un proceso de rebelión, impugnación y movilización popular que a su vez ahondó todavía más la crisis hegemónica que el Estado neoliberal venía arrastrando.
Las movilizaciones de 2014 y 2015 en donde se exigió la aparición de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, colocaron con la frase “Fue el Estado”, un gran debate sobre el grado de descomposición estatal y de los pactos de impunidad entre los distintos partidos del Pacto Por México y de las fuerzas policiaco-militares locales y federales. La movilización popular acabó con la luna de miel del relato de gobernabilidad del regreso del PRI.
Las protestas de 2014 hicieron presente una crítica profunda al modo de articulación del Estado, explicitando que no existía una conexión de representación política con la generalidad de la sociedad. A pesar de su despliegue y fuerte arraigo, los sentidos comunes de la cultura de consumo, individualismo, meritocracia y aspiracionismo, no fueron suficientes como método de contención de la crisis de autoridad, representación y legitimidad del Estado neoliberal.
Cuando se dieron a conocer los escándalos de la fastuosa mansión de Angélica Rivera, esposa del presidente y se empezaron a sentir los efectos de la privatización del petróleo con el aumento de los precios de las gasolinas, el descontento se aceleró. El del PRI era un gobierno antipopular, corrupto y degradado, incapaz de expresar a la sociedad en su conjunto.
La presunción de que la vuelta del PRI al gobierno federal traería la recomposición de las mediaciones de gobernabilidad quedó en el suelo. La crisis desarrollada no fue una crisis política coyuntural, sino una crisis de hegemonía de un Estado que ya no era comprendido como representación general de la sociedad, sino como representación particularizada de una oligarquía cerrada de burguesías trasnacionales y financieras. Ya no era visualizado como un Estado nacional general, sino como un Estado instrumentalizado, orientado a la privatización, al desfalco del erario público y al saqueo en manos del capital trasnacional, dado a las concesiones entre compadres, políticos y empresarios del más alto rango en la administración pública.
El PRI no planteó una reconstrucción nacional del Estado, sino la continuación del proyecto neooligárquico privatizador para beneficio del capital trasnacional a costa del empobrecimiento de las mayorías. Durante el sexenio de Peña Nieto se arreció la iniciativa privatizadora del petróleo y la electricidad con la reforma energética de 2013, redactada desde el despacho de Hillary Clinton -entonces secretaria de estado de Estados Unidos- (Villamil, 2015), lo que provocó alzas desmedidas en los precios de las gasolinas al final de su gobierno. Eso y el escándalo de la casa blanca de su esposa, que desnudaba la suntuosidad de los privilegios adquiridos gracias a la estrecha relación con los grandes empresarios, contrastaron con una situación de extrema precarización y pobreza alarmantemente generalizada en la mayoría de la población.
En 2012, año de la llegada de Peña Nieto a la presidencia existían 53.3 millones de personas en situación de pobreza y para 2014, ya eran 55.3 millones, es decir, la mitad de la población. Mientras tanto, Carlos Slim se encontraba entre las personas más ricas del mundo: el Estado neoliberal se mostraba como un Estado neooligárquico.
La hegemonía del Estado neoliberal era una hegemonía débil porque no había una capacidad de representación de los intereses generales bajo la lógica neooligárquica del bloque dominante, cuyo proyecto de Estado se sustentó en hacerle funcionar como una sociedad anónima de capital variable, una empresa que redituara los negocios de los actores dominantes bajo la noción de lucro a expensas del erario público sin recato. Su institucionalidad se había organizado instrumentalmente, oligárquicamente, salvaguardando exclusivamente los intereses del bloque dominante, sin intentar aparentar representar los intereses de las clases subalternas.
En ese sentido, es importante recuperar el planteamiento de Gramsci respecto al problema de la representación:
Los partidos nacen y se constituyen en organización para dirigir la situación en momentos históricamente vitales para su clase; pero no siempre saben adaptarse a las nuevas tareas y a las nuevas épocas, no siempre saben desarrollarse según se van desarrollando las relaciones totales de fuerza (y por lo tanto la posición relativa de sus clases) en el país determinado o en el campo internacional. Al analizar estos desarrollos de los partidos hay que distinguir: el grupo social; la masa del partido; la burocracia y el estado mayor del partido. La burocracia es la fuerza consuetudinaria y conservadora más peligrosa; si esta acaba por constituir un grupo solidario, que se apoya en sí mismo y se siente independiente de la masa, el partido acaba por volverse anacrónico, y en los momentos de crisis aguda queda vacío de su contenido social y queda como apoyado en el aire.” (Gramsci, cuaderno 13, nota 23)
El regreso del PRI a la presidencia cumplió con el objetivo de recuperar mecanismos de control para reforzar la gobernabilidad autoritaria, sin embargo, lo hizo sin proponer mediaciones de representación, reproduciendo la política de pauperización de las grandes masas bajo una política neooligárquica. El partido del orden agrupado en el Pacto Por México reunió a la burocracia conservadora que se creyó independiente de las masas y que planteó no representar nada más que a los intereses de la oligarquía económica, quedando apoyada “en el aire”, convirtiéndose en un “partido anacrónico”, rebasado por las demandas de clases subalternas que de plano no se sintieron representadas en ese proyecto de Estado.
Las elecciones presidenciales de 2018 dieron cuenta de un hartazgo acumulado de la sociedad, que rebasó su límite de tolerancia, solo que esta vez el bloque dominante se encontraba debilitado por el avance de la crisis de hegemonía y por la descomposición de sus propias alianzas internas.
Durante la campaña electoral, el partido del orden se desgajó. La carta fuerte del gobierno peñista fue José Antonio Meade, exsecretario de hacienda y de energía durante el gobierno de Felipe Calderón y secretario de hacienda, de desarrollo social y de relaciones exteriores de Peña Nieto. Meade fue la viva expresión del PRIAN, hecho que hundió la candidatura.
Por su parte, el candidato del PAN, Ricardo Anaya impuso al interior de su propio partido, rompiendo consensos y provocando la salida intempestiva de la corriente de Felipe Calderón, que lanzó a su propia candidata, Margarita Zavala. Aunque Anaya hizo múltiples intentos de reavivar su campaña con mecanismos de demagogia discursiva, no logró remontar en las simpatías, pues era un personaje de alcurnia que había vivido su infancia en EUA, que no representaba al grueso de una población precarizada, y que al confrontarse en un pleito con Peña Nieto, terminó siendo involucrado públicamente en un conflicto de lavado de dinero. Anaya finalmente quedó en segundo lugar y reconoció su derrota la misma noche de la elección.
A poco de iniciar la campaña, Margarita Zavala, esposa del expresidente Felipe Calderón y candidata independiente, fue presionada por distintos empresarios y terminó declinando en favor de Ricardo Anaya. Lo mismo se intentó con José Antonio Meade, sin lograr persuadirlo, pues Peña Nieto se encontraba bastante distanciado del candidato panista.
El relato del “viejo conocido” llegó a su fin y amplias capas optaron por un cambio, encontrando en la izquierda una opción de representación. Andrés Manuel López Obrador, el actor que se posicionó desde 2006 como el opositor al bloque neoliberal ganó finalmente la presidencia de la república, gracias al movimiento subalterno que se había organizado para disputar la conducción estatal durante todos esos años. Su propuesta de regeneración nacional tocó la necesidad de recomponer las mediaciones nacionales afectadas por el proyecto neoliberal desnacionalizante y canalizó el descontento popular.
La candidatura de AMLO suscitó el apoyo de las clases populares obreras y campesinas; de diversos estratos de las capas medias precarizadas, flexibilizadas y empobrecidas, hartas del modo corrupto de gobernar y sin posibilidades de ascenso de clase; e incluso de algunas fracciones de las burguesías mexicanas, descontentas por la distribución desigual de la tajada del pastel, en beneficio de los allegados a los grupos políticos dirigentes del bloque neoliberal[4].
La noche de la elección, Meade y Anaya reconocieron su derrota y los cómputos anunciaron la victoria de López Obrador con el 53.19% de los votos, equivalente a 30 millones 113 mil sufragios (INE, 2018), la mayor votación de la historia. El triunfo de AMLO fue acompañado por una victoria contundente de mayoría parlamentaria de Morena en las cámaras de diputados y senadores y en numerosos gobiernos municipales y locales.
El 1º de diciembre, al tomar protesta, AMLO declaró el fin del neoliberalismo (López Obrador, 2018) como política pública e hizo un llamado a desarrollar una 4ª transformación del país, tomando como referentes los tres grandes paradigmas de la historia nacional (la independencia de 1821, la reforma de 1857 y la revolución de 1910).
La crisis de hegemonía del Estado neoliberal no se tradujo, sin embargo, en el derrocamiento per se del Estado neoliberal ni en la constitución de una nueva forma de Estado, aunque esa intención se ha manifestado desde 2018, con el despliege de un conjunto de programas sociales con carácter universal para la disminución de la pobreza y la desigualdad con miras a la inclusión de masas precarizadas al proyecto de Estado. Aún es temprano para adelantar si eso ha significado el fin del Estado neoliberal.
[1] Durante la alternancia presidencial entre el PRI y el PAN, Fox planteó que la sociedad misma debía calcar el modo de vida empresarial como eje de articulación, asegurando que lo importante era la pequeña propiedad de un “changarro” o negocio individual, lo que no solo acentuó la individualización atomizada, sino también la informalización de la mano de obra y la autoexplotación.
[2] El PRIAN actuó unificadamente en múltiples operativos de represión a movimientos sociales en Atenco, Oaxaca, Michoacán y Coahuila, sumando fuerzas policiales y paramilitares federales y locales, como confesó Enrique Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana el 11 de mayo de 2012.
[3] El PRD por su parte, durante ese sexenio se enfrentó a una crisis interna que dividió a sus tribus entre los afines al obradorismo y los que propusieron una relación más tersa con el gobierno de facto para garantizar la estabilidad gobernante. Ganaron los segundos con el triunfo cuestionado de Jesús Ortega en 2008 y ahí inició su propio proceso de tambaleo que fue dificultando su capacidad de mediación en la relación Estado-sociedad hasta que finalmente López Obrador renunció y dio inicio a la creación de un partido propio que aglutinara al movimiento que había cultivado desde 2006 y que tuvo por nombre Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA).
[4]La burguesía mexicana también se había visto presionada ante la magnitud de la crisis y algunos de sus integrantes cambiaron de barco a última hora bajo el llamado de Alfonso Romo y Tatiana Clouthier, dos personajes cercanos a la burguesía de Nuevo León que se incorporaron a la campaña de AMLO.
Conclusiones:
La crisis de hegemonía del Estado neoliberal mexicano se suscitó debido a su carácter estructural neooligárquico, que, al estar enfocado a favorecer exclusivamente a las burguesías trasnacionales y financieras, excluyó de la representación política a las clases subalternas, a quienes se les cargó el costo del giro neoliberal.
Fueron las clases subalternas quienes cargaron los grandes rescates financieros, las privatizaciones, las transferencias de valor a partir de sus impuestos, la pulverización de los salarios mínimos, el aniquilamiento de las conquistas laborales y la guerra interna contra el narcotráfico. Esas clases subalternas se rebelaron en numerosos movimientos de impugnación a lo largo del ciclo del Estado neoliberal, comenzando en 1988 con el movimiento neocardenista y continuando con el levantamiento neozapatista de 1994, sin embargo, dichas primeras impugnaciones no lograron el declive del Estado neoliberal, debido a la imposibilidad para hacerse de la conducción estatal.
La hegemonía del Estado neoliberal se erigió sobre una irradiación cultural de la globalización capitalista de principios de la década de los 90s, que difundió valores como el consumo individual, la meritocracia del esfuerzo o la riqueza como horizontes civilizatorios a los cuales aspirar y a través de los cuales se podría alcanzar la felicidad. Esa cosmovisión cultural se arraigó fuertemente en la diversidad de las clases sociales mexicanas, generando un ambiente de competencia interna y diluyendo la organización política, sin embargo, con el paso del tiempo, esa cosmovisión cultural resultó insuficiente frente a la descomposición de la representación política.
Con la reestructuración estatal de principios del siglo XXI, las mediaciones del Estado nacional-desarrollista del siglo XX se desgastaron, pues se agotó el discurso de inclusión general de todas las clases sociales dentro de la unidad nacional. Mediaciones como el corporativismo, el clientelismo o el presidencialismo subsistieron, sin embargo, ante la ausencia de una inclusión nacional de la diversidad clasista, el Estado neoliberal adoptó una forma neooligárquica y excluyente, lo que fue mermando su capacidad de representación política, de mediación entre Estado y Sociedad civil y restringió su legitimidad social.
El Estado neoliberal desplegó una representación exclusiva de las burguesías trasnacionales y financieras, lo que paulatinamente fue articulando la conducción estatal bajo una orientación autoritaria y represiva, lo que se expresó sobretodo luego del fraude de 2006, con el deterioro de la legitimidad del Estado y la guerra de shock de Felipe Calderón.
Esa situación de degradación de la legitimidad y de ruptura de la relación de representación política provocó una descomposición estatal que gestó la crisis de hegemonía del Estado neoliberal. La autoridad estatal entró en período de intenso declive y las clases subalternas excluidas de la conducción estatal incrementaron las impugnaciones comenzadas en 1988.
El movimiento contra el fraude electoral y por la democratización nacional de 2006 dio pie al inicio de un ciclo de movilización sociopolítica antineoliberal que se planteó seriamente a disputa de la conducción estatal, construyendo un nuevo bloque de poder a partir de una alianza entre algunos sectores de las clases subalternas, una izquierda institucional y sectores de la burguesía descontenta, lo que habría de construir un nuevo partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), que irrumpió en el sistema de partidos en las elecciones intermedias de 2015.
La constitución de un nuevo movimiento sociopolítico antineoliberal alcanzó su punto álgido en 2018, con la llegada de MORENA a la presidencia y con la victoria de la mayoría en las cámaras del poder legislativo. Sin embargo, a pesar de esas victorias, eso no quiere decir el fin del Estad neoliberal. Llegar a la presidencia y a la mayoría legislativa no ha implicado per se, la desarticulación del Estado neoliberal ni el fin de sus crisis de hegemonía, al contrario, ha implicado la apertura de un nuevo ciclo de disputa que aún sigue vigente.
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Palabras clave:
crisis de hegemonía, Estado neoliberal, representación política