Resumen de la Ponencia:
La evolución de la representación de la muerte niña fue fruto del desarrollo tecnológico que logró verse en la sociedad. La fotografía permitió que la clase media pudiera obtener el último sueño de los recién fallecidos como un documento histórico, visual y artístico para preservar el recuerdo de esa persona. Sin embargo, hasta el momento no se ha realizado un estudio comparativo entre la pintura y la fotografía en el que estas últimas sean analizadas dentro de la estética e iconografía del arte, que junto con los elementos compositivos de la fotografía encierra todo un lenguaje simbólico digno de ser dado a conocer, pues las características estéticas e iconográficas e iconológicas de la fotografía denominada La muerte niña en San Luis Potosí están relacionadas con elementos compositivos propios de la pintura post mortem en México.La muerte niña se refiere a un fenómeno cultural; el ritual en el que los niños que acaban de morir son considerados angelitos y como tales son festejados, no llorados. En la Nueva España hubo pintura notable de niños convertidos en angelitos donde destacan elementos simbólicos, como los adornos florales, accesorios y ajuares. Con la llegada de la fotografía a México este fenómeno tomó un carácter popular y en muchos pueblos de la República se continuó la tradición en manos del fotógrafo local. Así pues, en esta investigación se pretende analizar la evolución histórica y artística desde la pintura post-mortem de la muerte niña hasta la llegada de la fotografía, para detectar cánones iconográficos, iconológicos y estéticos propios de la técnica artística. Dentro del marco de fuentes principales están: Fotografías inéditas de algunos niños de la ciudad de San Luis Potosí, pinturas post mortem del siglo XIX y XX, bibliografía selecta de autores como: John Westerdale Bowker, Heinrich Wölfflin, Dorothy Tanck de Estrada, Luis Ramírez Sevilla, Carlos Monsiváis, Iñaki Ceberio De León, entre otros.Se parte de la propuesta de Peter Burke, en la que asegura que la utilización de imágenes en la investigación histórica y artística puede derivar en metodologías particularmente valiosas para la reconstrucción de la cultura cotidiana de las personas, debido a que son un excelente medio para conocer la representación e idealización de los hábitos, tradiciones, rituales y vida social; así como su relación intrínseca con la muerte y vista a través de la vida del hombre en el tiempo.
Introducción:
Las imágenes son un documento histórico y artístico que permiten al historiador tener un testimonio del pasado, objetos de devoción, medios de persuasión que dejan ver formas de religión creencias y cultura. Fue en la época virreinal donde proliferaron las pinturas relacionadas a la muerte, sobre todo las religiosas, producto del magno proyecto de evangelización, pues se introdujeron un cúmulo de preceptos que transformaron la cosmovisión del americano. “Los misioneros tuvieron que diseñar una metodología que fuera lo suficientemente eficaz para desviar el devoto fervor de los indios hacia los nuevos preceptos del cristianismo; parte importante de esta metodología sería el uso de la imagen” (Portilla, 1997: 217), gracias a esta nueva manera de amortajar sus creencias e implementarles otras fue crearles la idea de que había sólo tres destinos a los que cualquier hombre podía acceder, sin importar la manera en que murió: el cielo para los hombres de buena conducta, el purgatorio lugar transitorio de expiación de culpas medias y el infierno donde irían los malos, los pecadores.
Precisamente este ideal se plasmó en las pinturas, el temor, el infierno, creándoles una visión de las calamidades que podrían sufrir si obraban mal. En La Nueva España, a partir del siglo XVII, hubo una gran profusión de pinturas que representan el ciclo de la muerte y glorificación de la Virgen, o diversas escenas de su vida. Estas imágenes, sobre todo las referidas a su tránsito, llamado también Dormición (sueño de la muerte), dónde se le da también un ícono a la Virgen, pues de ahí proliferaron representaciones donde le asignan ciertos atributos religiosos: la indumentaria, los personajes que la acompañan, la iconografía y los colores.
Sin embargo también hubo representaciones de los mártires, dignos exponentes del pensamiento cristiano, quienes no temieron a la muerte, sino que en realidad la desearon con alegría, pues sabían que era un renacimiento. Su muerte violenta constituye un bautismo de sangre que les abrió las puertas de la gloria.
Desarrollo:
Los retratos
post mortem
La producción de retratos póstumos tuvo su momento más esplendoroso entre 1830 y 1860. Estos fueron denominados por Phoebe Lloyd (1981) “posthumous mourning portraits” que significaría retratos póstumos de luto. Les dio este nombre pues eran encargos de los familiares para utilizarse durante el período del luto donde eran contemplados y observados, coincidiendo con la fecha de la defunción; ceremonia habitual en el siglo XIX. Desde esta época viene la tradición de que en los velorios se muestre el retrato del difunto, muchas de las veces suele ser una pintura o una fotografía donde sonríe o tiene un semblante tranquilo.
Para el caso de América algunos de los pintores destacados en esta temática fueron: Juan Correa (1674-1739) que trabajó temas religiosos y también profanos, dentro de sus más grandes obras está “La Asunción de la Virgen” que está en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México; Miguel Cabrera (1695-1768) pintor novohispano más conocido en México, se le atribuyen trescientas obras aproximadamente. Por una parte, se encuentra su pintura relativa a la vida de santos, como “Vida de San Ignacio” en la Iglesia de La Profesa en la Ciudad de México y “Vida de Santo Domingo” en el monasterio de la misma ciudad. Ambos pintores destacaron por la elaboración de obras relacionadas con la tranquilidad en que la Virgen recibe su Dormición y otras representaciones religiosas.
En los retratos post mortem aparecen símbolos, según Virginia de la Cruz (2009) que tienen relación con las tradiciones y rituales funerarios, el color de luto tradicional son el rojo, blanco y negro, comúnmente aparecen en la vestimenta, el primero resulta un tanto extraño, sin embargo proviene de la tradición cristiana (sangre, herida, agonía, sublimación) tal como se puede apreciar en la obra Cristo en el jardín de las delicias de Miguel Cabrera, Cristo está ataviado con una túnica roja y un manto azul, símbolo del cielo, sentimientos religiosos, devoción, inocencia y el culto Mariano, mientras que los ángeles visten túnicas blancas, él reposa en un jardín y junto a sus pies descansa la cabeza un cordero, Cristo mantiene un semblante tranquilo, mientras que los ángeles están conmocionados, del lado derecho uno sostiene una vara floral y los del lado izquierdo una corona.
Celebraciones, homenajes y qué decir de los funerales siempre se han visto embellecidos con ornamentaciones florales y es otro de los elementos icónicos en los retratos post mortem, pues permiten evocar los sentimientos, desde la alegría, misticismo y dolor. Las flores poseen significados diferentes, pero “en el simbolismo de la flor hay dos estructuras, la flor en su esencia y la flor en su forma, por su naturaleza es símbolo de la fugacidad de las cosas, de la primavera y de la belleza, los griegos y los romanos en todas sus fiestas se coronaban con flores, cubrían con ellas a los muertos que llevaban a la pira funeraria y las esparcían sobre los sepulcros” (Cirlot, 1992: 207) de aquí la tradición funeraria de que, si bien hay mausoleos o no, el revestimiento de la tumba sea enaltecido por flores para estimular a los dolientes. Es claro que no toda flor puede colocarse para ocasiones funerarias, aquí entra la forma de las flores, “la flor es una imagen del centro y por consiguiente, una imagen arquetípica del alma” (Cirlot, 1992: 208) en las pinturas post mortem las flores también suelen colocarse sobre los cuerpos o bien como en la imagen anterior las sostienen en sus manos. Se vuelve pues una representación del alma que acaba de dejar el cuerpo, alma que se encuentra caminando al paraíso.
Sin embargo, para Ana Paulina Gámez M. (1998) en su artículo titulado Las flores: ornamento obligado, afirma que “la ornamentación floral europea llegó a estas tierras cargada de simbolismo: las azucenas son las flores de la anunciación; los claveles representan el amor de La Virgen; los lirios hacen alusión a la pureza; las violetas remiten a la humanidad; las margaritas son la imagen de la inocencia; las rosas tienen distintos significados según su color: las blancas para la pureza, las amarillas para la perfección, las rojas para el martirio; además, una rosa es símbolo de la Virgen María, a quien se le llama “rosa mística” (Cué, 1998: 29), toda esta serie de flores se encuentran no solo como ornamentación en los retratos post mortem, sino también en los ajuares eclesiásticos y algunas de ellas en cerámica, madera, utensilios domésticos, textiles y que decir de los tapices durante el siglo XVIII y XIX.
La muerte niña en la pintura
Antes del siglo XIX, tanto en Europa como en América, la muerte infantil era tan frecuente que uno de cada cuatro bebés nunca llegaba a cumplir un año. “Morían al nacer, o contraían enfermedades mortales durante sus primeros meses vida, la mortalidad perseguía a los niños chiquitos y combinada con las epidemias periódicas, dio como resultado que la población del mundo occidental no aumentara durante siglos; casi todas las familias: ricas, pobres, urbanas y campesinas, de todas las razas, experimentaban la pérdida a temprana edad de uno o más de sus hijos, los niños solían fallecer de gastroenteritis y de infecciones pulmonares” (Tanck de Estrada, 2005: 2016). Los niños fueron altamente devorados por la muerte dejando a pocos gozar de vida plena en todos los ámbitos. Lamentablemente los infantes no podían aspirar a una vida fructífera pues la serie de epidemias, accidentes y sobre todo hambruna ocasionaron que la mayoría de las familias burguesas mandaran hacer por encargo, una imagen de ese angelito.
En México desde el siglo XIX una costumbre arraigada dentro de la sociedad fue, los retratos de niños muertos, llamados “angelitos” por la edad de inocencia en la que fallecían. La muerte prematura de un niño reduce un ciclo de vida y sitúa los extremos de principio y fin, nacimiento y muerte, lo cual determina que las exequias para los infantes tengan características especiales. El jesuita Daniel Solá (1998) precisa, en su Curso práctico de liturgia, que “en los funerales de párvulos, es decir, en los que han muerto después de recibir el bautismo y antes del uso de la razón, o no se toquen campanas o se haga de modo festivo y no lúgubre; además, vestido el cadáver conforme a la edad y el sexo, se ponen sobre él coronas de flores o de hierbas odoríferas”. Estos elementos se volvieron símbolos a la hora de que un niño moría y tiene que ver también con la religión católica, se llama “angelito” a quien murió después de ser bautizado y pone de manifiesto por un lado, la pureza extrema y por el otro la firme convicción de que el niño debido a su corta edad entrará al Paraíso de manera inmediata. Los padres que quedaban desconsolados ante la pérdida de un hijo, no había modo de recuperarlos, solo por medio de una imagen, una pintura en la que se plasmara su último sueño, de esta manera tenían la forma de recordarlo y hasta encomendarse a él porque ya se encontraba junto a Dios.
La representación de los niños fallecidos se consolida en la pintura del siglo XVIII y provee a la iconografía funeraria del siglo XIX dos maneras de representar a los niños muertos. El primer modelo, los infantes descansan en cama, como si estuvieran dormidos, o ataviados con grandes ornamentaciones florales, entre las que destacan la corona, símbolo de la victoria sobre la muerte que luego se transformó en coronas armadas con flores multicolores, la serie de coronas tuvieron un auge primordial al momento de plasmar la última imagen de los infantes. Otro elemento característico, la palma vegetal, símbolo de castidad y pureza del personaje, dándole ese halo de decoro al momento de presentarse en el paraíso.
El otro modelo lo establece el retrato de la niña María Josepha de Aldaco, pintado por Fray Miguel de Herrera en 1746, se sitúa a la niña en un escenario de la vida cotidiana, cubierta elegantemente con un vestido rojo con adornos florales, de pie, con la mirada fija, sostiene en la mano izquierda una rosa y en la derecha un pañuelo de colores. Lo curioso, se trata de un retrato post mortem por la leyenda que informa su deceso y por la flor que sostiene. Este indicativo floral y el texto serán dos constantes en los retratos del siglo XIX que atienden a este tipo de representación.
La ornamentación tan llamativa de las coronas y las palmas floridas sin embargo, no se contemplaban únicamente como elementos de ornato que mejoraban la composición estética de la pintura, pues “tenía un significado religioso, era un elemento iconográfico que buscaba establecer de manera eficaz y contundente la ejemplaridad del personaje retratado. En los virreinatos americanos, la vida se concebía como una constante lucha contra el mal y se insistía en la convivencia de llevar una vida llena de sacrificio para la salvación eterna, por lo que estos retratos tenían un fin didáctico que buscaba comunicar a los fieles un modelo de vida virtuosa dentro de los parámetros religiosas cristianos” (Sitio web) la manera que estos eran representados daban el aliento de gloria, paz y fe, pues la muerte sólo es un tránsito hacia un lugar mejor.
Para el siglo XIX, las diversas modalidades iconográficas para representar la muerte de niños van desde las que responden a los modelos descritos, hasta variantes que introducen diversos elementos significativos ofreciendo una variedad de giros en la actitud de la muerte. Era frecuente que a los niños se les acompañará con utensilios o juguetes que en vida usaron, dentro de esa vorágine responde el retrato de la niña María Arochi y Baeza, fallecida a los nueve meses, vestida por un mameluco blanco con cuadros rojos, con una cintilla azul en la cintura y un gorro azul con ornamentaciones florales, exhibe un carrete de hilo, su rostro sereno, transmite paz. “Esta manera velada de manifestar la muerte es una forma de aceptación de la perdida por parte de los padres, ya que estos retratos, tan del gusto burgués decimonónico, pasan a formar parte de la pinacoteca familiar en la que los desaparecidos conservan un lugar” (Aceves, 1998: 45), era frecuente la falta de coherencia entre la edad real del niño y aquella con que se representan, pues parecen siempre mayores.
Sin embargo, otra característica de estos retratos evolucionó de lo genérico a lo específico, mediante la paulatina simplificación de los escenarios donde se ubica al retratado, hasta situarlo en un fondo neutro. De este modo en el siglo XIX se abandona la necesidad de fijar como algo primario los elementos que manifestaban el estatus social del niño. Esta evolución permite que el rostro del niño adquiera mayor individualidad y mayor detalle en el rostro.La singularización pictórica de la criatura se hará de manera gradual y responde, entre otras cosas, a la exigencia de una nueva clientela, que solicita un retrato donde el hijo muerto aparezca lo más fielmente reproducido, para así atrapar el recuerdo con el mayor realismo posible.
Toda la serie de retratos aquí expuestos son solo una muestra de la evolución artística que llevaron a varios pintores a ser reconocidos y otros tantos anónimos que dejaron muestra de su trabajo. La muerte niña fue una tradición tan arraigada en gran parte del mundo pero sobre todo en México, dónde hubo una evolución estética de lo virreinal hasta las premisas más vanguardistas. Cada retrato es un testimonio palpable de una época, de un sitio, pero sobre todo de un momento melancólico, que nos permite acercarnos a ese momento catártico, glorioso y bello.
La fotografía de la muerte niña
Las fotografías alteran nuestros sentidos, nos dan la sensación de que podemos apreciar el mundo entero en nuestras cabezas, recordar cada detalle de lo que hemos visto, relacionarlo con otras imágenes y crear un collage en nuestra memoria sin necesidad de recurrir a otro medio, crear una antología de imágenes. Una parte importante del ritual mortuorio fue fotografiar al niño, “el advenimiento de la fotografía permitió a los grupos desfavorecidos conservar también la imagen de su hijo el recuerdo tangible que lo fija en la memoria hasta el momento del reencuentro final en la otra vida” (Aceves, 1998: 27). La fotografía llegó hasta las clases comunes permitiéndoles obtener la última imagen del ser querido.
Las fotografías revelan su belleza extraña y asombrosa. “Nunca la ocultaron, pero su propósito primero –el alegato de amor y pérdida, la despedida que ansía preservarse o congelarse en una imagen-, aquí actúa la paradoja: no es el paso del tiempo el que inventa la calidad de algunas prácticas artísticas, desde el principio muy valiosas, lo que pone de relieve su condición estética es el alejamiento de los prejuicios en lo tocante a los hechos de la desesperación o la desesperanza” (Monsiváis, 2005: 100).
No obstante Susan Sontag (1996: 16) menciona que “no se puede dar una respuesta ante la esencia del arte porque no se toca el fondo del problema: se parte de un sistema de nociones y términos cuyo punto de referencia exclusivo es el mismo término de arte, mistificado, ambiguo y cargado de juicios de valor”. Otorgamos un valor a los objetos ya sea monetario, de poder, sentimental o simplemente simbólico. Las fotografías de la muerte niña cuentan con un valor artístico pues en ellas revelan la belleza extraña y desconcertante. Desde la hermosura de la muerte presentando a los niños con sus mejores galas, rodeados de flores, accesorios como rosarios o cruces, “arreglados para su primera comunión celestial, con el aspecto de “angelitos” que el Señor recupera (vestidos de acólitos) o de monjitas sorprendidas durante el sueño por el beso de la misericordia” (Monsiváis, 2005: 100).
Las flores, ese elemento tan primordial en la vida indígena, se desbordan en esos velorios refinados, en ramos, ramilletes, arreglos de tamaño considerable, o incluso se ponen macetas signo de corredores de espacios. Los niños muertos son ajenos al sentimiento que provocan, tan dividido en el dolor y la resignación es el ritual de resucitar en el arte. Cada fotografía resguarda una escena que no volverá a capturarse, un momento sublime, quizá la única imagen del niño amado.
En la fotografía de la muerte niña se vieron reflejados los paisajes, aquellos frondosos jardines o en todo caso ornamentaciones florales que los familiares se encargaban de montar, pues se situaban fuera de sus casas, patios e interiores. En cada fotografía hay poesía, carga simbólica, narrativa, la certidumbre del reencuentro eterno, en ellas hay un silencio de los inocentes, con la manos juntas como si hicieran oración, acompañados de flores como ofrenda para su entrada al cielo, con los ojos cerrados en el sueño eterno o con los ojos abiertos para observar lo que han dejado en este mundo terrenal, las coronas de flores que dan la impresión de aureolas celestiales, propias de un reinado efímero. Es evidente la carga sentimental que en la fotografía se percibe, los hermanos observan al fotógrafo, tratando de encontrar una respuesta a tal escena, desconcertados por el fallecimiento de su pequeño hermano que postrado en su lecho floral, ataviado con el hábito del Sagrado Corazón y embellecido con una pequeña corona, sus ojos entreabiertos perdidos en un espacio.
En la mayoría de las fotografías de la muerte niña, son ataviados con vestimentas diferentes, para las niñas como la Inmaculada Concepción y los niños como San José, cabe destacar que también ambos son vestidos con simples túnicas blancas con velos largos, las coronas con flores o de cartón complementan el atuendo, pocas veces se logran ver los zapatos, en todo caso calzan sandalias o zapatos tejidos. Otro elemento que complementa la escena y de carga simbólica son las flores, las azucenas y los nardos símbolo de pureza y las hojas de palma símbolo de resurrección, haciendo la alusión de la iconografía de la Virgen de Guadalupe.
En opinión de M. Hooks, (2010: 91) la reproducción de este tipo de fotografías conmemorativas no solo es el registro del ritual que acompaña a esas muertes, sino que es en sí misma parte integrante del ritual. Es decir, fotografiar a un niño difunto tiene un efecto catártico sobre la familia: la imagen del pequeño ha sido preservada y con ella el recuerdo de su breve paso por la vida, pues probablemente esa fotografía será la única que se le tome.
En este contexto, Daniela Marino (1998: 230) realiza una clasificación básica de la fotografía de los angelitos; por una parte están las imágenes que fueron realizadas en ámbitos rurales y otras en espacios urbanos. Las primeras son divididas a su vez en interiores y exteriores, por su parte, las fotografías realizadas en los centros urbanos son generalmente de estudio, estás tienen un mayor grado de información pues ofrecen elementos constitutivos del altar, familiares o allegados presentes, organización de la unidad habitacional, componentes de la escena. Sin embargo, “por razones de iluminación con frecuencia se preparaba esta escena fuera de la casa; o bien aun cuando fueron tomadas en el interior de la misma, en ocasiones solo se representaba al recién fallecido en un primer plano, dejando fuera de la vista aquellos elementos que lo rodean”. En la foto de estudio, el fotógrafo tiene mayor injerencia en los elementos representados; estos elementos: telón, muebles y ornamentos, ya existían en el estudio y eran utilizados en otros tipos de fotografías, lo que confiere, cierta impersonalidad u homogeneidad a los retratos de angelitos.
En algunas ocasiones, sobre todo en la ciudad, el pequeño difunto es retratado solo con un adulto: padre, madre o padrino, o un hermanito, en otras ocasiones, casi siempre en el medio rural aparece la familia extensa: dos o tres adultos, igual cantidad de mujeres y algún niño. Esta compañía es innovación de la fotografía, pues la pintura representaba a los niños solos. Para Marino (1998: 233) “el costo de la fotografía admitía que se aprovechara la ocasión para retratar a uno o más miembros de la familia, pues no tendrían muchas oportunidades de obtener su imagen impresa”. Así que es común de la época encontrarse con fotografías, sobre todo en el ámbito rural donde se sitúan familias completas con los recién fallecidos, son testimonio de un momento inmemorable, así con sus rígidos cuerpecitos, con sus rostros embellecidos por la ilusión de la vida, por encima de la evidente ausencia de la misma.
Es probable que el fotógrafo fuera quién impusiera el acomodo de los familiares y quizá hasta las poses, pues hasta cierto punto se denotan forzadas, sin embargo también su presencia resultaba vital para cumplir con todo este ritual. Los deudos que posaban junto al fallecido lo hacían de manera solemne, sin demostración alguna de dolor en su rostro, incluyendo a los niños. Los familiares necesitaban el último retrato del difunto para seguir adelante con la ceremonia y para ello debían someterse a los dictámenes de un individuo ajeno a las regulaciones, alguien que puede entender su significado y que participa en él.
De esta forma, los fotógrafos que hacían ese tipo de tomas adquirieron una importante participación en la vida familiar de quienes habían perdido un niño, se convirtieron en un familiar más, pues era quién capturaba los momentos inolvidables para perpetuarlos a través de su estilizado arte, imágenes duras cargadas de tristeza que muestran el pesar de los familiares, contrastando con la representación del pequeño fallecido. Sin duda estas imágenes ayudaban a mitigar la pena y en muchas ocasiones se convirtieron en motivo de culto, pues algunos de los niños pasaron a formar parte en los altares privados de las familias y se veneraban. La fotografía mortuoria no tenía un sentido morboso. Era solo una forma de duelo y un recuerdo que conservaba la familia.
Conclusiones:
A lo largo de ésta investigación se demostró que la pintura post mortem estableció aspectos formales y compositivos al momento de retratar a las personas fallecidas y en especial a los niños. Cada elemento que se encontraba en la escena tenía un significado religioso y emotivo. Las coronas florales que surgieron desde las primeras representaciones pictóricas católicas asociadas con la ascensión de Jesús hasta la Dormición de la Virgen, el portar la palma ya fuera en la mano o cerca de niño difunto fungía como un atributo de los elegidos por Dios, entre ellos la Virgen y San José, pues tiene su fundamento en la creencia del Paraíso como un oasis poblado de palmeras y que denota una tradición ritualista desde las pinturas novohispanas religiosas.
La representación de la muerte niña tuvo como elementos iconográficos y formales la utilización de símbolos y cánones clásicos, es decir, el manejo de las posturas yacentes religiosas. De igual modo la técnica pictórica en la utilización de objetos, reliquias y colores seguramente fueron influenciadas por la ideología de la época, que se vio acaecida con la llegada de la fotografía.
Sin embargo, la fotografía resultó favorecida de esta tipología artística, ya que contó con los mismos aspectos formales compositivos, las posturas, las ornamentaciones, los atavíos pero con la inclusión de los familiares a la escena. También de alguna manera el artista que antes fungía como genio creador en brindar vestigios de un hecho natural e inevitable, el fotógrafo pasó a testificar con la ayuda de la instantaneidad un fenómeno cultural, religioso y de fácil acceso que les ofreció a los familiares, en especial a los padres aliviar su dolor, por medio de una imagen.
La fotografía, como parte del ritual, expresa inspiración a la vida trascendente, el niño cristaliza este suceso, la victoria de la vida ante la muerte reservada para los angelitos y los justos. El acaecer del niño queda fijo en la imagen, que será tiernamente conservada, como una constancia del ingreso de un infante a la vida eterna y que de alguna manera formará a ser parte de una reliquia familiar y herencia para los hermanos sobrevivientes.
De esta manera, las imágenes representan una época, fungiendo como un documento visual que muchas de las veces en otro tipo de documentos no se logra encontrar, hacemos la invitación a futuros investigadores acercarse al estudio y desmembramiento de las fotografías, cuestionarse ante las imágenes, ante el hecho mismo, porque siempre detrás de cada fotografía hay una gran historia y porque la fotografía post mortem a pesar de que ya no se realiza en pleno siglo XXI, no ha muerto, sigue viva si nosotros nos interesamos en rescatarla.
Será pues labor de interesados en el tema, de curiosear y maravillarse por lo que aún no ha sido develado, o quizá relacionándolo con lo actual, en ¿cómo se concibe la muerte hoy en día?, ¿dejamos acaso vestigios palpables, visuales para que otros nos recuerden de manera diferente a épocas anteriores?, ¿actualmente aún se toman fotografías artísticas post mortem en el mundo?, ¿de qué manera guardarían el recuerdo de alguien sin tener un objeto suyo? ¿se considera arte aquello que solo podemos mantener en la memoria sin contar con algo visible? Estás y muchas más cuestiones quedan expuestas, con la expectación de que alguien pueda responderlas.
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Palabras clave:
Muerte niña, pintura, fotografía