Resumen de la Ponencia:
El presente artículo analiza el rol de la juventud en el Paro Nacional de 2021 a la luz de la reconfiguración social de subjetividades políticas y su impacto en las formas de habitar las ciudades como escenarios en disputa. Metodológicamente, el análisis surge de una discusión sobre la espontaneidad, como propuesta para el análisis de la movilización social y sus alcances, articulada a la triada analítica de subalternidad, antagonismo y autonomía. En Colombia, el movimiento social se desarrolla en tres momentos que transforman las subjetividades: primero, reafirma la condición subalterna de una juventud que transforma su cotidianidad mediante nuevas subjetividades políticas; segundo, profundiza el antagonismo social que facilita la continuidad de una movilización que desborda su agenda inicial; tercero, expone la autonomía como práctica y horizonte de expectativa capaz de transformar lo nacional a patir del nivel local. El propósito de este artículo es fomentar nuevas reflexiones sobre el impacto y la configuración de subjetividades políticas a partir de la noción de espontaneidad, para comprender la conformación de la movilización social, la experiencia subalterna y la reconfiguración de lo político como un proceso de transición donde la juventud se disputa el espacio público y político mientras aspira a superar las violencias. [1]
[1] Este artículo surge del seminario “Problemas teóricos y metodológicos del análisis político y social de América Latina” suscrito al Posgrado de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue publicado en su versión completa en la Revista Bitácora Urbano Territorial (Tinjacá Espinosa, 2022).
Introducción:
Quisiéramos aclarar una cosa:
Nosotres somos hijes de la violencia, hemos crecido en medio de la violencia.
No hablamos solo de la violencia del hambre, que es también violencia, sino de la violencia de los combos, las pandillas, de lo que ustedes llaman el microtráfico, el paramilitarismo, la guerrilla, la policía, los milicos, los atracadores, los ladrones y de la violencia contra nuestras madres y hermanas en nuestras casas.
No somos personas ‘sanas’ y de ‘bien’ con camisetas blancas, sabemos que la violencia nos ha marcado, venimos del desplazamiento y la migración causada por la violencia en el campo.
No somos simples gatos que de pronto usamos la violencia. Entre nosotros hay cólicos muy desesperados, por eso no queremos volver a la vida violenta que hemos tenido y en la cual nos quiere encerrar el gobierno y quienes gobiernan este país.
Los puntos de resistencia son los más seguros en nuestras ciudades y nosotres intentamos controlar la violencia en el Paro, pero cuando nos disparan, nos torturan o nos violan, la violencia brota hasta de los cuerpos más pacíficos.
No queremos justificar nada, solo contarle que estamos hechos de violencia
y a pesar de eso resistimos y queremos superar la violencia.
Jóvenes manifestantes en Cali[1]
El 28 de abril de 2021 el Paro Nacional en Colombia irrumpió la normalidad de la crisis. El estallido social, producto de una expresión de espontaneidad marcada por la desigualdad social, reconfiguró la condición subalterna de la juventud colombiana a través del antagonismo como un proceso en el cual “la lucha forma a la clase y la clase se manifiesta como subjetividad política por medio de la lucha” (Modonesi, 2016, p. 42). En Colombia, la lucha social surge a partir de una constante crisis, producto de una configuración política y económica tan desigual como violenta. La lucha coexiste con la crisis porque la violencia es frágil y, tan rápido como desarticula, puede articular, porque, cuando la violencia es extrema, la única resistencia posible parece configurarse con extrema espontaneidad.
Es la espontaneidad —enunciada por Rosa Luxemburgo (2018) como acto fundacional de la revolución por parte de una sociedad que sobrepasa la capacidad organizativa del Partido—[ la fundadora del Paro Nacional en Colombia. Al mismo tiempo, es el Paro Nacional la ocasión para re-territorializar ciudades constituidas a partir de la violencia de la guerra interna. Aunque los alcances y límites de esta espontaneidad serán desarrollados más adelante, es importante resaltarla dada su omisión por parte de las discusiones sobre movimientos y movilización social en las últimas décadas. La comprensión de un fenómeno de masas en resistencia, forjado por la espontaneidad, es imprescindible en un contexto colombiano —y quizá latinoamericano—, donde la población parece haber perdido toda esperanza en la política como espacio de la institucionalidad.
Por ello, las siguientes paginas cumplen la función de articular y comprender el transcurso de los meses de movilización social en Colombia durante el año 2021 a partir de nuevas subjetividades en la juventud que se organiza y resiste. Es en el transcurso de los días de movilización y represión donde la falsa brecha entre la política de la institucionalidad y lo político de la cotidianeidad se fractura, a tal punto de reconfigurar nuevas subjetividades de una juventud que internaliza la política como un acto político. Con ello en mente, cada una de las palabras escritas ha sido pensada en torno a una triada metodológica construida por el italiano Massimo Modonesi (2016) —a partir de una relectura de Antonio Gramsci— sobre la ‘subalternidad’, el ‘antagonismo’ y la ‘autonomía’ como formas de comprender la transformación de sujetos que se encuentran ‘sujetos’ y, al mismo tiempo, en emancipación.
Asimismo, a esta triada propuesta por Modonesi se adjuntan dos ideas necesarias producto de su potencialidad. Primero, la subjetividad política como proceso de lucha y transformación de la conciencia a través de la experiencia «Erlebnis»; segundo, la violencia como Experiencia «Erfahrung» movilizadora de una población inmersa en la guerra, pero también como herramienta de desarticulación producida por la represión. La articulación doble de la violencia se expresa en tanto el antagonismo no surge en abstracto y no solo luchan los sujetos ‘sujetos’ o subalternizados, sino también el ‘poder político’, que no es sujeto ni tampoco objeto, sino, de acuerdo con Nicos Poulantzas (1994), una relación de poder entre las clases en conflicto donde el Estado despliega una maquinaria ideológica y una represiva con el fin de garantizar su hegemonía.
[1] Entrevista tomada de Espacio de análisis (Múnera, 2021)
Desarrollo:
Subalternidad
“Quisiéramos aclarar una cosa:
Nosotres somos hijes de la violencia,
hemos crecido en medio de la violencia”
En Gramsci, tal como lo rescata Modonesi (2018), la subalternidad refiere a la experiencia de la subordinación de clase que se presenta a través del consenso y la coerción. En este sentido, la subalternidad refleja un adjetivo que puede superarse y no un sustantivo determinante. Así, la subalternidad se expresa de forma dual, primero, como expresión de la eficacia de la dominación, segundo, como política autónoma que, consciente de su condición de opresión, abraza la rebelión y obtiene logros en el corto plazo.
La importancia de esta distinción surge precisamente como forma de conexión entre las experiencias vividas, la formación de la experiencia y el horizonte de expectativa que surge con la conciencia de una experiencia de clase subalterna. Quizá, quien ha trabajado con mayor detalle la subalternidad de la clase como un proceso y no como una condición es el historiador británico E. P. Thompson. Para Thompson (1981), la clase no existe en abstracto, no es un atributo sino un proceso mediante la experiencia de grupos sociales; al priorizar la experiencia, Thompson comprende que la clase se construye en lo social y que el conocimiento no se restringe a los académicos, por el contrario, se nutre en la espontaneidad.
La experiencia surge espontáneamente en el interior del ser social, pero no surge sin pensamiento; surge porque los hombres y las mujeres (y no sólo los filósofos) son racionales y piensan acerca de lo que les ocurre a ellos y a su mundo. (1981, p. 19)
No obstante, entendida como la configuración de una clase o grupo social a partir de sus vivencias, la experiencia no es única sino dual y refiere al rango de la experiencia humana, a la formación de una conciencia. En Walter Benjamin (1996; 1999b), como en ningún otro autor, se anteponen dos sentidos de la experiencia: Erlbenis y Erfahrung. Erlebnisrepresenta, para el crítico alemán, la experiencia cruda e inmediata, mientras que Erfahrung es el desarrollo de una percepción orgánica que refleja un proceso de continuidad y tradición. A partir de la lectura de Michael Löwy de Benjamin, Erfahrung es la experiencia auténtica, colectiva y en crisis, “fundada en la memoria de una tradición cultural e histórica” (2004, p. 92), mientras Erlebnis es el momento individual e inmediato que se ha vivido. Con el fin de facilitar la lectura de las próximas páginas, hablaré de Erfahrung como Experiencia-s (en mayúscula) y Erlebnis como experiencia-s (en minúscula).
En Colombia, la Experiencia subalterna, es decir, de los sectores populares oprimidos, es un cúmulo de experiencias violentas que van desde la irrupción de grupos armados en los territorios rurales y urbanos hasta múltiples procesos de desplazamiento que reproducen las condiciones de desigualdad y amplían la brecha entre la política institucional y lo político de la cotidianeidad. En la cotidianeidad lo político es una resistencia ante la violencia social e institucional, pero la política —como institucionalidad— poco impacto tiene en esa cotidianeidad; por ello, un problema recurrente en el país es la desconfianza de los sectores populares hacia el aparato institucional del Estado y las promesas de campaña de los distintos gobiernos.
La desconfianza hacia una clase dominante es una concepción general al interior de la subalternidad en Colombia, sin embargo, ello no explica por qué hasta ahora surge un fenómeno multitudinario de movilización capaz de desestabilizar la agenda política del gobierno: la respuesta se encuentra en los ‘marcos de guerra’. De acuerdo con la filósofa Judith Butler (2010), los marcos de guerra se presentan como una relación dialéctica en la cual el marco —que enmarca una norma— redefine la acción, mientras la acción redefine el mismo marco. Es decir que en el contexto de guerra en Colombia se crearon marcos de guerra donde la legitimidad de la dominación y la hegemonía recaían en el ataque a las guerrillas, vistas como el enemigo interno cuya derrota justificaba cada una de las practicas violentas que repercutirían en la brecha de desigualdad nacional.
Es imposible comprender la conformación de la subalternidad en Colombia sin comprender los impactos de una violencia que forjó hegemonía bajo la imagen de un nosotros como comunidad imaginada y un otro como comunidad imaginada antagónica (Anderson, 1993). Durante al menos ocho años, la clase dominante en Colombia instauró, a través de los aparatos ideológicos, a la guerrilla de las FARC como un enemigo interno, una otredad, un monstruo cuyas vidas merecían ser destruidas para defender la nación[1]. Este marco de guerra desplegó toda una campaña política y mediática en la cual el hambre, el desplazamiento y la pobreza eran consecuencia del conflicto armado, mas no del poder político del Estado. Entonces, todo aquel que se movilizara y cuestionara su condición de clase era marcado como guerrillero, y todo aquel que insistiera en la emancipación de su condición era torturado, desaparecido, encarcelado y/o asesinado. La política se convirtió así en una política de guerra donde los sectores populares no tenían mayor agencia salvo esperar la derrota militar a una otredad.[2]
Colombia es un país de experiencias violentas suscritas a la guerra que configuraron una subalternidad a partir de la pobreza de la Experiencia. La subalternidad en Colombia comprende al menos tres generaciones inscritas en la violencia: la generación de la Violencia, que surge en 1948, la generación de las guerrillas, que surge en 1964, y la generación de la contrainsurgencia, que surge en la década de 1990 y se afianza en 2002 con la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. La Experiencia de la clase dominada es un cúmulo de experiencias violentas que generaron una pobreza de la Experiencia en tanto el horror del día a día —de las experiencias cotidianas— fue tal que olvidar y seguir se presentaba como una única forma de vivir: he aquí el origen de la brecha entre la política y lo político.
La pobreza de la Experiencia es una sobresaturación y agotamiento del ser social producida por una violencia cotidiana capaz de desmovilizar resistencias y legitimar marcos de guerra. Expuesta por Walter Benjamin (1999a), es pobre porque las experiencias no logran articular una Experiencia que permita generar un horizonte de expectativas ni un horizonte de emancipación, por el contrario, el horror de las experiencias forja el olvido como una posibilidad de vivir en medio de la guerra. Aun cuando el antagonismo nunca cesó, puesto que organizaciones defensoras de derechos humanos y movimientos políticos cuestionaron con vehemencia las prácticas de la guerra, la discusión sobre la guerra y la desigualdad mermó en el grueso de la sociedad urbana como resultado del miedo y de una mejora en la imagen de las Fuerzas Militares por medio de la Seguridad Democrática como política de defensa y ofensiva contra las FARC[3].
El impacto de esta política nacional de guerra se expresa en testimonios como el del Coronel (r) José Espejo, ex director de comunicaciones estratégicas de las Fuerzas Militares (1992-2013):
Nosotros somos una organización militar de doctrina estadounidense y allá es muy fuerte el tema de las operaciones psicológicas en los asuntos civiles. Logramos que el mando entendiera que una cosa es hacer propaganda, otra cosa es, de pronto, influenciar mentes y corazones a través de otras herramientas. Y también nos damos cuenta que es necesario impactar a través de la televisión, sobre todo por el papel que juega la televisión en las grandes ciudades, que finalmente es donde se toman las decisiones, donde hay una gran masa de la población colombiana que también debe entender la naturaleza del conflicto y de sus fuerzas militares. (Gordillo & Federico, 2013)
Ahora bien, si la pobreza de la Experiencia y la aceptación de la subalternidad son resultado de un marco de guerra, ¿qué sucede cuando el marco de guerra se esfuma entre un nuevo discurso nacional sobre la paz? ¿Dónde quedan las ideas nacionales sobre las Fuerzas Militares como actor de autoridad, la religión como dadora de valores y la televisión como centro de entretenimiento? ¿Quién es el enemigo cuando el enemigo ha desaparecido? La respuesta es concreta: una vez se ha roto el marco de guerra, el subalterno se encuentra a sí mismo en el espejo y nota que el enemigo de la clase dominante es él, ella y cada uno de sus semejantes. Cuando el monstruo de una otredad marcada por la figura partisana se esfuma, alguien debe encarnar una vez más aquella otredad y, entonces, surgen nuevos marcos de guerra encarnados en los márgenes de la subalternidad y las periferias, en los ‘subalternos subproletarios’ que viven en la informalidad de las grandes urbes y para quienes el Estado aparece principalmente como aparato represivo.
He aquí la transformación: si aquello que sostiene la hegemonía del poder político deja de ser la ideología y se expresa únicamente en la violencia represiva, la subalternidad modificará su subjetividad política a través de la politización de sus experiencias en una Experiencia de clase donde la disolución del marco de guerra configurará una nueva subjetividad política. Si, discursivamente, la guerrilla era causa y consecuencia de la desigualdad y el empobrecimiento, la disolución de la guerrilla suponía el final de la pobreza, la violencia y la desigualdad. Sin embargo, dado que los años siguientes a la firma del Acuerdo de Paz entre las FARC y el Estado Colombiano no se han traducido en una política de paz, sino en una transformación de las tácticas de guerra y del desplazamiento forzado[4], la subalternidad —encarnada en una juventud urbana sin oportunidades— estalló espontáneamente como reflejo del hambre, el desempleo, y la miseria de una vida empobrecida.
Antagonismo
“No somos simples gatos que de pronto usamos la violencia. Entre nosotros hay cólicos muy desesperados, por eso no queremos volver a la vida violenta que hemos tenido y en la cual nos quiere encerrar el gobierno y quienes gobiernan este país”
En 1848 Marx y Engels escribían un hecho que perdió fuerza con el pasar de las consignas: “los proletarios no tienen nada que perder en ella [la revolución] más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar” (2004, p. 65). Contrario a ser una idea perdida entre panfletos, esta noción de lucha, marcada por un horizonte de expectativa que conduce a la emancipación, es la explicación más pura de la configuración antagonista y la transformación de la subjetividad política de la juventud colombiana durante el año 2021.
Si la subalternidad se presentó como subordinación y aceptación relativa de las relaciones de dominación justificadas por la ideología de un enemigo interno, el antagonismo se presenta ahora como una insubordinación en donde la pasividad se transforma en lucha y propende por una transformación del poder político. El poder de este antagonismo esta dado principalmente porque la dominación se funda exclusivamente en la represión de un gobierno que, al carecer de legitimidad, pierde hegemonía. En este sentido, si la subalternidad se presenta principalmente en la dominación, el antagonismo se encarna en el conflicto de una crisis que, una vez que rebosa lo social, se expande a la política y cuestiona la autoridad de un poder que, tal como expresa Hugues Portelli, “al no tener más la dirección ideológica, se mantiene artificialmente por la fuerza” (1998, p. 46).
El estallido del 28 de abril de 2021 tiene claros antecedentes, cada uno de ellos se expresa a posteriori de la firma del Acuerdo de Paz, en septiembre 26 de 2016. En el corto plazo, la inconformidad de los sectores populares ante la ineficiencia del gobierno de Iván Duque (2018-2022) comenzó el 21 de noviembre de 2019 (21N); en el largo plazo, es el resultado de una crisis social como producto de la guerra. Tras una convocatoria general de movilización por parte de centrales sindicales, partidos de oposición y movimientos estudiantiles, la asistencia a la movilización social superó las expectativas del comité organizador y articuló a parte importante de la sociedad en ciudades como Cali, Bogotá y Popayán[5]. Las expresiones de miles de personas en las principales ciudades del país fueron un hecho insólito e histórico de tal magnitud que el antecedente más cercano se encuentra en el Paro Cívico ocurrido en septiembre de 1977[6].
La masividad del descontento social era producto de las posibles reformas tributaria, laboral y pensional, la privatización de servicios básicos y los escándalos de corrupción por parte de un gobierno que obedecía ciegamente al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico(Agencia de Información Laboral, 2019). No obstante, en la práctica, el 21N fue la expresión de un descontento por las condiciones de vida de sectores populares empobrecidos. Tal descontento, aunque tácito, no fue necesariamente antagonista, al menos no como una Experiencia de insubordinación, pero sí como una experiencia de quiebre con un orden existente.
Puesto que el 21N no reconfiguró a profundidad una subjetividad política, consecuencia de su espontaneidad como estallido efímero, el país político siguió su curso hasta el 28 de abril de 2021 donde, sin mayores expectativas, centrales sindicales y movimientos sociales citaron una vez más a la movilización nacional. La demanda de la convocatoria era puntual: no a la Reforma Tributaria. No al aumento del IVA de la canasta básica familiar para subsanar las pérdidas de las élites económicas producidas por la pandemia. En medio de un grado altísimo de pobreza, profundizado por la pandemia del COVID-19, nadie esperaba mucho de la convocatoria, nadie esperaba mucho de una sociedad atrapada por los miedos al contagio infundidos por los medios de comunicación; pero cuando nadie espera nada, todo puede suceder.
La mañana del 28 de abril (28A) las calles se llenaron de una multitud hambrienta en todo el sentido de la palabra. Los pañuelos rojos, que ante la escasez de comida habían izado las familias frente a sus casas, se convirtieron en fuerza de demanda que no solo politizaron la crisis de los últimos meses, sino que sobrepasaron las expectativas, los alcances y la dirección del Comité Nacional de Paro, comprendido por centrales sindicales como la CUT y grupos universitarios como la UNEES. La espontaneidad se tomó las calles, pero, aún más importante, se tomó barrios históricamente configurados por la violencia (e.g. Siloé en Cali) y reconfiguró los espacios de protesta que parecían enclaustrados en los centros universitarios, en las centrales sindicales y en las principales plazas del país.
Ese día, el 28 de abril de 2021, algo cambió en los sectores populares del país, algo que transformó la subalternidad y posibilitó el antagonismo. Quizá fue la aceptación de una ira contenida, o la superación de una pobreza de la Experiencia; sin embargo, lo más importante es que es que el estallido reconfiguró los marcos y alcances de la protesta. El 28A se prolongó durante al menos nueve semanas de continua movilización y espacios políticos de discusión en todo el país. Asambleas populares en múltiples puntos redefinieron el curso del paro y la movilización, y, ya fuesen diarias o semanales, reconfiguraron subjetividades políticas barriales que persisten hasta hoy día: un ejemplo es la demanda a la no militarización de la vida juvenil. El antagonismo de una juventud que nada tiene que perder forjó un hecho histórico que no cesó el 2 de mayo cuando el gobierno retiró la Reforma Tributaria, tampoco el 4 de mayo cuando el ministro de Hacienda y promotor de la Reforma renunció a su cargo, mucho menos a principios de junio cuando el Comité de Paro pidió cese a los bloqueos, tras semanas de violencia y resistencia; el Paro ya no pertenecía al Comité sino al pueblo movilizado.
Una juventud que poco confía en la política no responde a la institucionalidad de la política, sino a la convicción de lo político en su cotidianeidad. En Colombia, la Reforma Tributaria fue la chispa que activó una bomba contenida por el descontento de una juventud criada en experiencias violentas. Escribía Modonesi que “la historia de las clases subalternas no es solo retrospectiva, sino que sigue y se trenza con las formas de autonomía y hegemonía” (2021, p. 16), pero la hegemonía rara vez se disputa en condiciones dignas de vida. Es en la crisis de las condiciones de existencia donde la hegemonía se cuestiona, se quebranta y surge el antagonismo que destruye todo lo que considere necesario destruir.
La continuidad de la movilización sería difícil de comprender sin la violencia como Experiencia movilizadora de una población inmersa en la guerra. De pronto, los días posteriores al estallido reflejaron un aparato represivo educado para la guerra, una guerra que traslapó el conflicto rural al conflicto urbano. En las ciudades, dos meses después del inicio de la movilización, ya se presentaban al menos 4,687 casos de violencia por parte de la fuerza pública entre los cuales coexistían: 1,617 víctimas de violencia física, 73 víctimas mortales, 228 casos de disparos con arma de fuego, 82 víctimas de agresión ocular, 2,005 detenciones arbitrarias y al menos 28 víctimas de violencia sexual (Temblores ONG, 2021).
Esperar desmovilización y pasividad de una juventud cuya vida parece condenada a la violencia, al sicariato, a la cárcel o a la muerte, era pedir el silencio de una población inmersa en la desesperación y desolación nacional que, noche tras noche, veía cumplir las palabras de Neruda: “En medio de la Plaza fue este crimen / Nadie escondió este crimen /Este crimen fue en medio de la Patria”. Por ello, una vez el antagonismo supera la pobreza de una Experiencia, la autonomía surge como forma de superar la espontaneidad y re-territorializar lo nacional desde el nivel local.
Autonomía
“No queremos justificar nada, solo contarle que estamos hechos de violencia y a pesar de eso resistimos
y queremos superar la violencia”
La autonomía se identifica con la emancipación y el recorrido de un horizonte de expectativas que se conquista en tanto avanza la subalternidad como política autónoma. En este sentido, la autonomía no significa necesariamente la toma del poder, pero sí la disputa de la hegemonía y la posibilidad de transformar el orden material del Estado, la institucionalidad y las condiciones de vida. De ahí que la espontaneidad fuese la partera del estallido del 28A en una sociedad donde tanto el gobierno como el Comité del paro fueron perdiendo legitimidad.
La condición espontánea de la lucha en Colombia se comprende a raíz del desgaste de los discursos políticos de guerra fría sostenidos por la derecha, pero, también, por la izquierda. La baja articulación de la subalternidad con los sindicatos es resultado tanto de una desconfianza hacia los directivos como de una clase trabajadora que transita su cotidianeidad en una completa informalidad. Este bajo corporativismo estatal profundiza la crisis organizativa donde “las proclamas de los partidos apenas podían seguir el paso a los levantamientos espontáneos de las masas [y, por ello,] los dirigentes apenas tenían tiempo de formular las consignas para la ferviente multitud proletaria” (Luxemburgo, 2018, p. 121).
Una vez perdida la legitimidad, el rango de acción política es incierto y la espontaneidad puede mermar con la misma fuerza que emana (21N) o explotar con la mayor fuerza posible (28A). Decía Gramsci que a la clase obrera debe tratársele como “a un mayor de edad capaz de razonar y discernir, y no como a un menor bajo tutela” (Modonesi, 2017, p. 9), pero la mayoría de edad, al igual que la clase, no emerge de la nada, sino que se forja al calor de una subalternidad antagonista que remueve los cimientos del poder político y, acto seguido, comienza “un espontáneo movimiento general sacudiendo y rompiendo esas cadenas” (Luxemburgo, 2018, p. 23).
De acuerdo con Modonesi (2016), el antagonismo revela la emergencia de un contrapoder que, al rebasar la condición subalterna, impugna un conflicto abierto donde la rebelión y la insurrección son escenarios posibles, pero para ello se requiere autonomía y una nueva configuración de la hegemonía. Con el despliegue del aparato represivo estatal, la juventud se organizó mediante líneas de protección capaces de garantizar los bloqueos y proteger la vida de madres, niños y ancianos que se sumaron al paro; entonces, surgió la autonomía de un movimiento social que nada debe a ningún sector político y todo se lo debe a sí mismo. El camino por la emancipación final es largo y las subjetividades políticas no se transforman en días, semanas o meses, pero el Paro Nacional construyó un horizonte de expectativas y la reconfiguración de una subjetividad política que aprendió a organizarse en medio de la espontaneidad y a cuestionar la violencia de su cotidianeidad.
*Ver versión en extenso en (Tinjacá Espinosa, 2022).
[1] Fundadas en 1964, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) se consolidaron como una guerrilla campesina de izquierda con carácter político-militar cuyo fin consistió en la toma del poder en Colombia. Para comprender más sobre su historia, estructura e ideología ver la separata especial de Aquelarre (2015).
[2]Para ver más al respecto (Angarita Cañas et al., 2015).
[3] Elaborada por el entonces presidente Álvaro Uribe (2002-2010) con el fin de ‘recuperar el orden y la seguridad’, la política de Seguridad Democrática se convirtió en una práctica de guerra que desencadenó una crisis humanitaria producto de múltiples prácticas de crímenes de guerra y de lesa humanidad contra la población civil; ver más en Leal Buitrago (2006).
[4] Para más información ver el balance realizado por Democracia Abierta (2021) tras cuatro años de la firma del Acuerdo. Allí se refleja el aumento de asesinato de líderes sociales y desplazamientos forzados, sumado a una escasa participación de política plural.
[5] Para más información ver el reporte realizado por la BBC (Pardo, 2019).
[6] Convocado por las centrales obreras, el Paro de 1977 fue una jornada amplia de protesta contra la política económica del entonces presidente Alfonso López Michelsen. Una gran movilización popular en campos y ciudades que dejo un saldo de al menos “19 muertos, casi 3.500 detenidos -la gran mayoría en Bogotá-”(Archila Neira, 2016, p. 317)
Conclusiones:
El aparente final del conflicto armado en Colombia ha significado una oportunidad para ahondar en el conflicto social y derrocar los marcos de una guerra interna. La agudización de la desigualdad social y económica producida por una mala administración gubernamental y profundizada por la pandemia del COVID-19, sumada a la alta deslegitimación del gobierno de turno y del poder político, generó un largo proceso de movilización nacional que explotó espontáneamente el 28 de abril de 2021.
La espontaneidad no ha de ser confundida con una carencia de condiciones estructurantes y procesos de movilización y politización previa. Al referir la espontaneidad de la movilización se reconoce que nada de lo sucedido estaba guiado por una agenda política, todo lo contrario, el carácter de la movilización nacional rompió con las agendas políticas e instauró un primer paso para la fundación de lo político en una sociedad atravesada por la pobreza de la Experiencia como consecuencia del horror de una guerra.
La Experiencia subalterna construida en Colombia es la suma de experiencias violentas marcadas por el despojo, los grupos armados y el microtráfico, que actúa de forma campante en las periferias urbanas. En Colombia, la Experiencia de los sectores populares es un cúmulo de experiencias violentas que forjan sujetos ‘sujetos’ a la violencia. De modo que, cuando la violencia es la cualidad principal de la Experiencia de clase, la emancipación de la sujeción solo puede darse mediante un antagonismo violento que lucha y resiste hasta sus últimas consecuencias.
El horizonte de expectativa del Paro Nacional es aún incierto y no presenta una emancipación ni autonomía total porque los procesos de subjetivación política requieren mermar la espontaneidad y proyectar la organización social, no obstante, el horizonte, al igual que la clase no existen a priori, sino que se construyen en el camino y allí se desmarcan de su pasado. En el 2022 Colombia se enfrenta a unas elecciones parlamentarias y presidenciales fuertemente influenciadas por el horror de la impunidad, pero, contrario a una clase sujeta por la pobreza de la Experiencia, estas elecciones pueden y deben disputarse la política como parte de lo político, y lo político como Experiencia de transformación.
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Palabras clave:
Violencia, Paro Nacional, Experiencia, conflicto social